viernes, 21 de diciembre de 2007

De infecciones urinarias y otras yerbas

"Mi barrio fue una planta de jazmin"
(Eladia Blazquez - Mirando la Sur)




Como si poca presión ejercieran estas malditas epocas de balances de fin de año, vine a pescarme una fiebre de cuatro días que me dejo patas para arriba y muuuuuucho tiempo para pensar. Revisar papeles viejos, fotos viejas, flores viejas y hasta un tuquero viejo que no encontraba aparecio, vacio y moribundo.
A una que, como ya he dejado en claro, no le da placer "volver" (sin detalles filosóficos completamente discutibles en los que no voy a ahondar porque no discuto con quienes creen en el destino) esto es como ver una pelicula repetida sin que sea del todo una de Enrique Carreras aunque bastante parecida a una de Woody Allen.
Siempre me dio pavor empezar a balancear los años. Siempre me sono a asiento contable de oficina y eso es algo que poco tiene que ver conmigo, pero se ve que los 30 pegaron jodido y me encontre de golpe y porrazo buscando algun disquito de Silvio Rodriguez para poner musica de fondo y lagrimear tranquila.

Extrañando a Loma Hermosa, aquella de Chela y Maria Luisa. Pilar reclamando el pago de la luz (que jamás pagó); los gritos insufribles del Chancho Negro, mezcla de birra, risotada y Beto Orlando. El salame con queso fiado de Marcelo. El 670 que jamás venía cuando uno estaba apurado. Al borracho que le faltaba un brazo completo y se abrazaba (como podía, obvio) a la virgen de la placita preguntandole porqué. Los Melbour (tambien fiados) de Samy.

¿Cómo puede ser que uno extrañe cosas que no parecen muy extrañables asi contadas?

Porque si, porque es el pequeño tango que, modestamente, uno se dio el lujo de vivir.
Un lugarcito en la tierra que a veces me llama y tiene cara de papá, de Naldo con mocos, de mamá gorda y permanente, de Tiago bebé. De David en una casita azul, de David con pelo largo, de David con pechera del Polo, de David recortando fotos, de David cocinando tortas fritas.
De David.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Pecados Capitales

Parece mentira, pero cuando los años van pasando el miedo a volver a querer es cada vez más grande. Porque es eso mismo…volver.

Volver no es lindo. No a mi Buenos Aires Querido, ni a Paris, ni a ningun lado.
Entonces pensar en volver ya en si es traumatico. Uno lleva cargado varias rupturas, alguna más dolorosa que otra y otra insoportablemente dolorosa más que algunas.

Pero, deteniendonos un momento, respirando hondo y mirando alrededor, que otra nos queda, manga de cagones? Que oportunidad mistica tendremos con garantia y todo de que las cosas no salgan mal?

NINGUNA. La vida termina en la muerte. Pero no existiría la vida sin la muerte misma, o no?. De una u otra forma las relaciones se acaban. A las puteadas, de viejitos despues de 66 años de matrimonio, subiendose a un micro; todo, todo se termina perogrullando a Vox Dei.

Entonces, Darling, para que tanto dilema!!

El peor pecado capital es irnos de aca sin haber amado tantas veces como hayamos podido. Hacer cosas de chicos siendo grandotes y boludos. Padecemos el razonamiento cuando en realidad es nuestra gran virtud. Si sabemos que se acaba, que sea eterno mientras dura. Que nos regalen flores que se marchitaran y alfajores que seran comidos con deleite. Besos que tampoco seran eternos nos llenaran los labios de fluidos compartidos. Caricias que terminaran en algun momento de la tarde nos quitaran el dolor de espalda. Mates que se enfriaran nos daran la bienvenida al dia. Haremos el amor sabiendo que sobrevendra el orgasmo para “aniquilar” la pasión. Y nos diremos “Chau” con cada despedida sabiendo que mañana, despues del trabajo, despues de la rutina, de las caminatas, de los enseres cotidianos, de las molestas responsabilidas volveremos a encontrarnos eternemente en otro beso que acabara en otro beso. En un mimo que acabara en otro mimo. En un mate a punto sin importar la temperatura del agua.

Y algun “Te quiero”

viernes, 9 de noviembre de 2007

Estamos seguros de la Historia...

Tenemos tantas ganas de permanecer escondidos como las que pueda
tener un ahogado de quedarse en el fondo pero no tenemos posibilidad de
elección —hay que confesarlo— como tampoco la tiene el absolutismo.
Por esto, a pesar de todo, tenemos derecho a mantener nuestro optimismo,
incluso cuando nos ahogamos en nuestros escondrijos. No nos moriremos
por eso, estamos convencidos, sobreviviremos a todo y a todos. La mayor
parte de los partidos de hoy estarán ya enterrados cuando la causa a la que
servimos se imponga al mundo entero. Entonces, nuestro partido, que hoy
vive en una total clandestinidad, será el gran partido de la humanidad y
ésta dueña, por fin, de sus destinos.
La historia está al servicio de nuestro ideal, trabaja con una lentitud
bárbara y con una crueldad impasible pero estamos seguros de ella. Y
cuando devora la sangre de nuestros corazones para alimentar su movimiento,
tenemos ganas de gritarle: ¡Lo que hagas, hazlo pronto!

Resultados y perspectivas (León Trotsky - 1905)



martes, 23 de octubre de 2007

La importancia de llamarse Carlos








Como juego del Destino ignorante de que hubiera un factor común entre estos seres: Despertar en el mundo la Revolución de los sentidos.


Darwin ha venido a explicarnos, convencernos y conmovernos con una cruda realidad: Somos pequeños evolucionando. Minúsculos seres en un Universo de seres. Todos creciendo en especie aunque la historia aveces nos haga padecer como individuos.
Finitos, mortales, sin paraíso ni infierno.
Sin Superman que nos libre de la evolución ni Batman que nos juzgue contra ella.


Marx sea quizá de esta lista quién más haya tomado el cielo por asalto. Filósofo, científico y humano. Rompió los huesos molidos de un cuerpo que comenzaba a pudrirse: el Capitalismo. Dejó al desnudo sus insalvablescontradicciones que acabarían con él y con la humanidad toda.
En un supremo acto de amor nos dejó el colirio para quitarnos la ceguera de los ojos y los tiempos: Las bases sociales sobre las cuales la humanidad puede librarse de la explotación del hombre por el homrbres
Amigos mios, o hacemos la Revolución o nos hundiremos en la barbarie.

Chaplin sin voz pone en imágen tan graciosa como la tragedia griega, un Tiempo Moderno que él no supo ni sabrá que cada día es un poco peor. Nos conmueve a los gritos de un Dictador esta misma verdad en su voz.
Nos dejo ver con sus ojos el espanto, el amor, la ternura que se clava en el alma
Baudelaire reclamandolé a Caín que arroje a Dios sobre la tierra. Baudelaire transcribiendo la Elevación sobre las flores que pocos pueden sentir. Baudelaire pisando sobre el desierto que luego sembrarán los surrealistas. Baudelaire vomitando poemas con sangre, con fastidio, rompiendo vasijas de barro y ventanales de iglesias.
Gritando en sus libros un espanto capaz de helarnos la sangre y extasiarnos hasta las lágrimas


Más cerca, un sueño llamado Gardel. Guitarra y tango. Amor perdido. Desengaño en verso. Sangre con música. La voz que no tiembla para provocar huracanes.

Constelaciones ajenas a nuestro pobre entendimiento los bautizaron Carlos. Serán estas mismas las que jueguen anagramas, rayuelas y escondidas; dejandonos a nosotros tan animales, tan marxistas, tan cineófilos, tan tangueros con las venas abiertas admirando la vida, su obra y a quienes supieron dar gran uso de ella sin importar el azaroso nombre de pila

lunes, 22 de octubre de 2007

Sueño de una noche de verano

"Un hombre puede ser muy feliz con una mujer, hasta que se enamora"
(Oscar Wilde)

Como la luz azul de las luciernagas
las monedas tintineron buscando
la huella en la arena, la que perdura.
Sin cesar, el humus encalló en ti,
la carencia como presencia ausente y constante.
¿Con qué don erguías la bandera ardiente?
Tal vez por eso el Olimpo suspendió su sueño



Jotta - La Negra

Poema sin tiempo

Se caen los techos
Las flores se pudren
El sol quema los noctambulos ojos
El piso es blando
La náusea
Se pierden las melodías
Los trenes se cruzan sin frenar
El derrumbe de puentes
Los colores se opacan
No hay lluvias
No hay otoños
No hay primavera
No te vayas
No te vayas
No te vayas
No

sábado, 20 de octubre de 2007

Como sábanas blancas después del amor

"Cuantos besos me perdí por no saber decir te necesito." ( Joaquin Sabina )


La sonrisa es unívoca a la hora de manejar el resultado de un momento anhelado. Ella expresa el acierto o no de un gesto, de una mano tendida, de una susurro, de una canción a media voz, de un instante que deseamos eterno. La sonrisa es la única verdad en medio de tanta máscara carnavalesca a la que estamos acostumbradonos con el paso de los años. La sonrisa se escapa sin pedir permiso, se disuelve en brisa, se congela en el calor de una caricia en la espalda. La sonrisa no conoce mentiras ni engaños, sabe que no puede ser concebida sin sinceridad.

Esa sonrisa tuya que entro a hurtadillas como ladrón en la noche, “con un poema y un trombón a desvelarme el corazón”. La que no sabia de tu arrepentimiento ni de mi suspicacia. La sonrisa que no conoció fronteras ni prejuicios, ni morales burguesas, ni Cronopios ni Famas.


Sobre todo, no conocio Esperanzas.

La gente es muy extraña

A los que saben que los hombres y las mujeres que no te desean, son malvados



Las personas son extrañas cuando eres extraño
Las caras parecen feas cuando estas solo
Las mujeres parecen malvadas cuando no te desean
Las calles son desiguales cuando estas mal

Cuando eres extraño
Las caras salen de la lluvia
Cuando eres extraño
Nadie recuerda tu nombre
Cuando eres extraños

Las personas son extrañas cuando eres extraño
Las caras parecen feas cuando estas solo
Las mujeres parecen malavadas cuando no te desean
Las calles son desiguales cuando estas mal

Cuando eres extraño
Las caras salen de la lluvia
Cuando eres extraño
Nadie recuerda tu nombre
Cuando eres extraños

Cuando eres extraño
Las caras salen de la lluvia
Cuando eres extraño
Nadie recuerda tu nombre
Cuando eres extraño









lunes, 14 de mayo de 2007

I’m not a fucking Barbie girl

"Quiéreme cuando menos lo merezca, porque será cuando más lo
necesite" (Dr. Jeckyll)


Mamá quería una nena educadita que supiera limpiarse la boca despues de comer, combinar el color de la pintura de uñas con los zapatos taco aguja, de cintura delicada y senos prominentes.
Nada de nada de nada. El espanto que me provoca la imagen de la chica Barbie solo tiene comparación con el asco que me da el brocoli hervido. Nena de modales Legrand, que sepa coser, que sepa bordar, que sepa abrir las piernas para ir a jugar. O mejor dicho, para que juegue el otro, el verdadero dueño de su sexo, el estigmado por la pulsion sexual freudiana.
A los siete años me agarré a trompadas con unas cuantas vecinitas que me discriminaban porque yo prefería jugar a la pelota antes de jugar a las muñecas. Después de varios moretones consensuamos: Ellas jugaban a la “mamá” pero yo jugaba a la “mamá soltera”. A regañadientes aceptaron y fuimos felices sin comer perdices, porque siempre sospeche que esos cuentos estaban incompletos. La carne de perdiz es espantosa y la felicidad dura más o menos lo que dura.
En la adolescencia fue todavia peor. Todas flacas a fuerza de pura anorexia. Para que agarrarse a trompadas de vuelta, entonces la anorexia tambien fue mia. Mierda. Año y medio de un tratamiento espantoso para poder recuperar un poco de forma. Sospecho que ahí empece a decir basta a esta cultura de la barbie girl donde todos los pantalones de tiendas chetitas no superan el talle 36.
Mi cuerpo no es el de una modelo, pero mucho me he esmerado en que no lo sea. Las horas que ellas invierten en gimnasio yo las disfruto tomando cerveza con mis amigos. Y ahora que lo pienso (y lo escribo) el término “modelo” es determinante a la hora de las comparaciones. Las Barbie Girls son el modelo del derrumbe de la belleza. La belleza que conmueve, que exalta las emociones, el placer dionisiaco, la seguridad de nuestras tetas y nuestro culo, el suave masaje sobre el clítoris cerebral, la poesía del orgasmo desprejuiciado y sin pose fotográfica, el beso matinal con gusto a mierda, la sonata de ronquidos en una cama de una plaza donde apenas caben mis estrías.
Y el amor.

lunes, 30 de abril de 2007

viernes, 20 de abril de 2007

El Domingo más frío de Abril

“Al quemarse en el cielo la luz del día

me voy.

Con el cuero asombrado me iré,

ronco al gritar que volveré

repartido en el aire a cantar,

siempre”

Zamba para no morir (Hamlet Lima Quintana)

El Negro pasó la infancia entre la calle y el club “El Progreso” dónde el amigo Lalo le convidó la primera borrachera. Charqueando entre el barro, lustrando botas por puro snobismo en la estación Lynch hasta que Cayetano, anarquista y gráfico, lo agarró de una oreja y lo arrastró hasta la casa enorme donde Francisca cocinaba para dos varones y una señorita, un suegro calabrés boca sucia y un perro que se murió de pura tristeza cuando a Cayetano se le llenaron las arterias de plomo, muerte lenta y espantosa, masacre de los albores de la industria en los años 40.
A laburar se ha dicho, hijo menor de madre viuda. Pero de paso, ginebrita en el club donde supo tocar D’arienzo. Entonces volverse compadrito y galán de barrio. Peleas callejeras contra los “caqueros”. Tanguero descubriendo la poesía, la guitarra, el amor. Un departamentito en San Telmo, aunque mejor hacerle caso al tío Paco y meterse a milico. Año jodido el ’55. Adentro de Prefectura no hace falta andar con tanto cuidado, un sueldo seguro y un brillante porvenir… pero, la guitarra.
La rubia del barrio le arrastraba el ala. Casorio lleno de ilusiones, la guitarra en el ropero, los tangos para después de poder pagar la casita en Bosques, la poesía tiene que esperar otro cachito más porque enseguida nace Sandra tan rubiecita como mamá, tan frágil y entonces caer en la tentación de escribirle una canción de cuna. “De la mágica galera que un mago me regaló, sacaré un carruaje de oro para ir a pasear tu y yo…”. Se escribe mejor con un vasito de vino, pareciera que las musas caen como gotas de lluvia. Lo que no cae como gotas de lluvia es la guita. Entonces el vasito de vino empieza a tapar agujeros de tristeza. Perón no vuelve y la puta madre que lo parió.
La rubia se cansa y se toma un tren con la rubiecita sin decir chau pero puteando de lo lindo. El dolor es insoportable, cómo pelea un poeta contra tanta malaria? Cómo seguir siendo papá de la rubiecita si Perón no vuelve más, si San Telmo está tan lejos, si el poeta ahora es soldado y el soldado aprende que siempre será un instrumento de otro que fuera soldado.
Perón vuelve para poner en vereda a todos esos obreros que joden en Córdoba. Pero se nos muere ahicito nomás. Y el Negro, llora.
Acá es donde se nos cruza la morocha. Linda e inútil para todas las tareas del hogar. ¡Pero tan bonita, tan compañera! Casorio “vía Bolivia” (el Negro no aprende más). Un departamentito a puro pulmón delante de la “casita de los viejos”. Primero, María, que costó en llegar pero (modestia aparte) valió la pena. Después, Naldo. Podríamos decir que todo estaba listo para comer perdices. Pero la guitarra seguía en el ropero, la poesía esperando que se fueran los milicos y llegara la salvación del Plan Austral de la mano de la democracia que le garantizaría la justicia social, el sueldo digno para poder correr hasta la zamba, el tango, la literatura.
No alcanzó ni para la ilusión. Vender la casa en dólares antes que se nos muera Francisca, pero justo el dólar a la mierda. Y de San Martín a Loma Hermosa. Otra vez el barro donde la morocha no se cansa de putear. Ella, tan bonita y compañera, educada para el palacio donde comería perdices con el príncipe azul, se despierta en un barrio menos que obrero donde María y Naldo se llenan de piojos, se cagan a trompadas, aprenden a putear, aprenden a salir de la nube de pedos que supo ser la bendita protección hogareña. No hay guitarra, no hay poesía ni teatro. Unos cuantos libros que se salvaron de la inundación que arrastró las únicas fotos que quedaban del jugador de fútbol, del incipiente actor, de la rubia, de la rubiecita y todos los manuscritos que supieron ser poesía, zamba, canción de cuna, y un tango.
El alcohol como suave arrullo de los sueños que no fueron. Dos atados de cigarrillos diarios que convirtieron la tos matinal en polvareda. Pero el vacío de los vasos y los ceniceros llenos la empujan a María a dar el portazo adolescente mientras Naldo abraza a la morocha para que llore menos, para que siga de pie.
María solo vuelve cuando el Negro casi se muere de tanto vaso lleno. El Negro afloja y María también. Aparte, ahora que ya conoce la decepción, mira al Negro con ojos comprensivos, apenados. Empiezan a compartir el tango. ¡El Negro recupera el tango! Se sientan a charlar de literatura, de Perón, de los obreros que jodían en Córdoba, de la rubiecita (que María buscó de pura cabeza dura y encontró de puro culo), del amor. El Negro abre grande sus grandes ojos. Se toma otro vinito, pero este tiene gustito a bohemia, a San Telmo. Se prende un pucho y le convida uno a Naldo y otro a María. Entonces empieza a contar que él quiso ser poeta, quiso cantar tangos, quiso ser actor. Cuenta con orgullo y los hijos, que ya son grandes y boludos, escuchan con fascinación. Los tres agarramos lápices y papeles, cantamos desafinadamente, entendemos que la vida es cortita y uno no puede darle lugar al desasosiego.
Pronto, un nieto. Remediando con él, quizá, la infancia que no supo darnos; lo llena de besos, de caramelos, de abuelo.
Nunca más dejó de fumar. Nunca más dejó el vino. Nunca más dejó de abrazarnos. Nunca más dejó de cantar tangos. Nunca más dejó de putear que Perón se hubiera muerto cuando tanta falta hacía.
Se me murió casi en los brazos. Putisima suerte de la vida que me puso delante de él mientras en Terapia Intensiva sufría un ataque cerebral. De nada le sirvió que durante su coma de 15 días le cantara zambitas y tangos. De nada le sirvió que me quedara con el termo y el mate en la sala de espera, agazapada para cebarle un amargo.
El domingo más frío de abril el corazón le dijo chau.

A falta de testamento, me robé todos sus libros, una carta que escribió antes que yo nazca, y la infinita sensación de comprender que mi viejo era un maravilloso hijo de puta.

Papá poeta. Papá tanguero. Papá: Si es cierto que somos energía que perdura en el espacio, desde este espacio inexistente y binario que llaman Blog necesito escribir que Te Quiero. Que no te vas a morir, viejo de mierda, mientras yo pueda evitarlo. Que me debes el mate amargo y la letra de “Pasional”. Que me tenías podrida con tus chistes que siempre fueron los mismos desde que tenía 6 años. Que odié a Rapidísimo y a Larrea durante años porque no me dejabas dormir con tus tangos de mierda. Que siempre me gustó cuando te reías con toda la panza. Que ha sido un placer conocerte. Que “Platero y yo” era una porquería. Que me hiciste sufrir como una yegua haciéndome practicar lectura leyendo a Dolina, a los 7 años! Que sino fuera por tu culpa no hubiera conocido a Cortázar. Que Te Quiero. Que Te Extraño. Que te moriste justo, justito cuándo me estabas enseñando a tocar zamba. Que ya tenés dos nietas más y una se llama Julieta solo para darte el gusto. Que sigo llorando cada vez que escucho “Garúa”.

martes, 10 de abril de 2007

“Mujer sensata busca derecho social a masturbarse”

La marea alta de hombres pelotudos convencidos que la penetración de una vagina se asemeja al movimiento uniforme del pistón de un auto tiene un basamento cultural que debemos empeñarnos en sepultar: La mujer como objeto sexual para que el hombre descargue sobre ella (o dentro de ella) su “pulsión”. Nos es negado socialmente la “igualdad” de deseo y, por consiguiente, de realización del mismo. Si no necesitamos del sexo más que para reproducirnos, no necesitamos conocer nuestros cuerpos que es la mejor forma de orientar a nuestros compañeros (cotidianos y eventuales) para que el placer sea mutuo y correspondido. ”Ante la duda, finge” parece ser el adagio con el cual pretenden que caminemos los complejos senderos de la sexualidad femenina. Aunque se han puesto de moda (en radio, tv, revistas, etc) los consultorios sexológicos, no se trasluce la información en aprendizaje. Y esto tiene que ver con que la diferencia entre la informanción per se y el aprendizaje reside en la educación. No es, precisamente, un estandarte de este ni de ningún gobierno recitador del Te Deum la educación sexual en las escuelas primarias y secundarias. Allí donde las mujeres debieran aprender que tiene el derecho (y la sana responsabilidad) de explorar su cuerpo, gozar con ellas mismas, conocer el placer sin la exclusiva participación de otro/a. Allí donde los hombres deberían aprender que la mujer ninfómana es la que tiene más sexo que uno, que somos nosotras las que tenemos la capacidad de gestar y eso nos vuelve sexualmente vulnerables pero no inferiores, no inhibidas de deseo.
Lejos de eso, la escuela apenas si atina a explicar (a grandes rasgos) cómo se coloca una toallita con alas y, en el más progresivo de los programas de estudio, cómo se coloca un preservativo.
Nada dicen del poder de decisión que tiene cada mujer sobre su sexo. Nada dicen de la posibilidad de decidir continuar o no un embarazo. Nada dicen de la responsabilidad biólogica de conocer cómo funciona nuestro cuerpo.Y no es responsabilidad de los docentes, acá estamos sacandole la careta a la iglesia gestadora de curas violadores de pibes, al gobierno de las señoras que abortan en una clínica con todas las condiciones de salubridad habidas y por haber.
Y se mueren más de 400 mujeres por año por abortos caseros.
Y le pegan un tiro en la nuca a Carlos Fuentealba mientras cagan a palos a cientos de maestros en Neuquén, Salta y Santa Cruz por salir a la calle a pelear un salario digno y una educación del siglo XXI, pública, gratuita y laica.
Nuestro derecho es sobre nosotras mismas. Esto que parece una verdad de Perogrullo, es la base sobre la cual se han desarrollado las grandes luchas de las mujeres en el último siglo. Porque nuestro derecho a gozar es nuestro derecho a masturbarnos. Porque nuestro derecho a gozar es nuestro derecho a la anticoncepción gratuita. Porque nuestro derecho a abortar gratuitamente es nuestro derecho a parir. Porque nuestro derecho a parir es nuestro derecho a una vivienda, a un trabajo de 8 horas que nos permita pasar tiempo con nuestros hijos, a un salario digno para mantener a nuestra familia. Porque nuestro derecho a decidir es nuestro derecho de salir a reclamar lo que hayamos decidido. El derecho a la vida y al placer que ella nos brinda.
Sin prejuicios y con las dos manos.

Alias Davinci

A David, maquinista del tren de los ojos de sapo y las tripas de mosca



"te perdono el daño que me has hecho, pero ¿como te voy a
poder perdonar el daño que te has hecho a ti mismo?" (Nietzsche)


Yo conocí un hombre que nació gota de lluvia y fue prisma de la luz de la luna, convirtiendo todo en colores que nada tenían que envidiarle al arco iris. Tuve la oportunidad de abrazar su cintura, caminar de su mano, reír en su hombro y llorar en sus brazos. Pude saber cómo era su cara cuando componía canciones, poemas y tortas fritas. Me dejó ser pequeña obligándome a ser inmensa y omnipotente. Acomodó la cabeza en mi pecho cuando la policía se cargó a su mejor amigo, a su hermano de la infancia. Aprendió a abrazarme más fuerte desmitificando al pánico y administrando el Rivotril. Se guardó en la retina la última imagen de mi viejo, su último “Hola” que resultó ser chau.
El muchacho de barrio obrero que leía a Sartre en los recreos de una escuelita más pobre que él. El mismo que componía canciones de amores infructuosos o desengañados, triste y solo. Fundamentalmente solo. Se cargó la pechera del Polo Obrero y leyó casi todo “El origen de la familia…”. Le cambió los pañales a un hijo que no era suyo, pero hizo “como que” y aprendió a cocinar, a lavar ropa, a levantarse a la madrugada para entrar en una fábrica. Caminamos la General Paz con zapatillas rotas tanto como comimos hasta reventar en un tenedor libre para después caminar todas las librerías de Corrientes y llegar exhaustos y emocionados a pelear por leer los “nuevos” libros.
Un día se quedó a dormir y nos gustó tanto despertarnos juntos que ahí nomás buscamos departamento. El presupuesto alcanzó para alquilar una piecita de 3 x 2 que pintamos de azul y llenamos de fotos y dibujos; velas y sahumerios; mates y guisos; besos entre los tres (para que Tiago dejará de golpearlo un poco) y otros que eran prohibidos para menores. Fueron estos besos los que engendraron a Eleonora que nos llenó de miedo y emoción. Las casas que supimos habitar (tres contando la piecita) siempre tuvieron el gustito particular de los lugares donde la gente se quiere mucho, donde el amigo y el vino se reciben con brazos abiertos.
Un día supimos que se nos estaba escurriendo el amor por alguna rajadura. No hubo forma de saber con exactitud donde carajo filtraba tanta rutina, tanta desidia, tanto frío. Y mientras yo creía encontrar el agujero por donde se iba la ternura, él estaba convencido que no era ahí sino del otro lado. Entonces, cada uno se quedó concentrado en tapar rajaduras opuestas.
Inútiles.
Sería mentira decir que he dejado de creer en el amor. El hecho de haberme separado del hombre que más amé y padecí no es una razón para ponerle la tapa a esa sensación tan linda que es suspirar porque sí, con la nostalgia del último beso y el ansia del próximo. Pero también es cierto que yo me siento menos yo. Que me falta un costado, que levanto la vista después de leer un cuento de Cortázar y me encuentro con la impávida jeta de la perra de mi tía. Que tomo mate dulce. Que ya no como tortas fritas y los tés me salen fríos.
Ya nadie se ríe cuando digo “Calandria”.

miércoles, 4 de abril de 2007

El Minotopo y La Leonera (De cómo van creciendo las bombas pequeñitas)

Es dificilísimo hablar de mis hijos sin que parezca que son los más bonitos del mundo. No sé si lo son. Lo que sí se es que es imposible que de la cruza de seres tales como los padres de ellos y la señora que escribe, resultara algo más o menos normal considerando los parámetros con los cuales mi madre, la cultura y la iglesia han sabido educarme taaaaaan bien.
El Minotopo (Tiago por parte de padre e Ian por parte de madre) es un ser sideralmente excepcional. Se saca los mocos con la misma parsimonia con la que dibuja cada día mas parecido a Rocambole. Se enamoró una sola vez en la vida. Nayla (su compañerita de preescolar) lo conquistó y lo abandonó por su mejor amigo. Pero él esta convencido que eso no tiene la menor importancia en los asuntos amorosos. A él le importa que él la ama. Y pensándolo bien, no esta tan mal el concepto. Somos presos de un Hado en el cual no creemos, a la espera de que coincida nuestro querer con el de otro. Y la mayor parte de las veces no sale o sale mal. Ahí reside uno de los mayores males que aquejan a la humanidad: El amor no correspondido. Pero el amor, esa abstracción concreta que mueve montañas y compone poemas que rozan la cursilería, no vale en sí mismo? Puede hacernos felices saber que somos capaces de querer? La capacidad por si misma puede darnos algo de placer? Él pasa las tardes dibujando a los Power Rangers y escribiendo cartas de amor que jamás se planteo que lleguen a destino. Eso sí, yo las guardo una a una sin que él lo sepa. Cuando crezca e inevitablemente conozca la decepción, tal vez le sirva leer que de chico supo creer en el amor y fue feliz de saber que podía sentir, cosa que no le está permitida a más de uno.
La Leonera (Eleonora por parte de padre y concesión de la madre) está completamente loca. Se sacude al ritmo de Elvis y la cumbia. No conoce las fronteras del peligro y debe creerse infinita porque después del porrazo encara con empeño y necedad para el mismo agujero donde se cayó. Se ha dado tantos golpes en sus 13 meses de vida que temo seriamente por la integridad de sus neuronas. Si frente a ella uno pusiera 150 juguetes y una bomba atómica, seguro encontraría la forma de activarla. Su delicia es comer.¡Cómo come, madre mía! Eso sí, su manjar preferido son las hormigas negras untadas en barro. Las persigue, las atrapa, busca un charquito para untarlas con tierrita y adentro! Ya se dio por enterada que es conmovedora su sonrisa pícara, su abrazo comprador. Y me deja en Pampa y la vía, no encuentro forma de ser fuerte frente a ella, algo que debería pero no me importa.
A ellos les debo las ganas de vivir, el haber conocido la felicidad inmensa, el sueño entrecortado, las visitas a la guardia del hospital más cercano al domicilio, la temperatura ideal de una mamadera, los Teletubbis, el Dysney Channel, Art Attack, empachos, calesita, globos, cumpleaños, y este sentimiento ambiguo de sospechar que no hay forma de evitar que sufran, que me odien algún día pegando un portazo.

Yo no quería ser mamá hasta que un día quise. Reincidí con el mismo terror con que comencé la carrera. Con el miedo de quien siembra pensando que los pájaros pueden llevarse las semillas. No tengo vocación. Hasta entrada en mi adolescencia no tenía la menor confianza en la humanidad. Por lo tanto pensaba dejar transcurrir mis días fumando marihuana en El Bolsón o en el fondo de mi casa. En mi vida entró el amor sin pedir permiso, llenándome el alma de esperanza y la cabecita de verdades vedadas a mis ojos. Supe que la humanidad podía ser dueña de su propio destino, aunque la historia avanzara con una impasible y cruel lentitud. Se me hizo tangible el amor, el futuro, la verdadera libertad. Conocí la entrega, el placer de ver avanzar la historia “a favor de los pequeños”. Y quise devolverle a la vida algo de toda esa belleza que ahora se me mostraba. Respiré hondo y parí dos veces. Me dejé de titubear y resolví que fluya en mí (en el más amplio sentido de la palabra) aquello que me puso en esta aventura diaria donde nunca estoy segura de nada. Nunca sé cuando voy a poder dormir toda la noche, ni sé cuando el humor me va a cambiar radicalmente ya sea porque mis hijos me exasperen o me conmuevan. Nunca sé como actuar frente a sus necesidades. Si los abrazo y los consuelo y se sienten mejor, entonces me siento invencible. Si no puedo aliviarles el dolor, me creo el ser más miserable e inútil de la tierra.El Minotopo y La Leonera. Tiago y Eleonora. Tan parecidos a nadie. Tan únicos. Llevándome ellos a mí a conquistar asteroides y mares.
Todos los días.
Y sin piedad.

martes, 13 de marzo de 2007

ME CHUPAN UN HUEVO

Cada día creo menos en las palabras y/o pensamientos quitinosamente estructurados. Llenos de análisis preexistentes y requeterecontrasabidos. Por la vida van los sabios del pequeño Larousse ilustrado haciéndonos saber lo que corresponde o no. Jactándose de poner en cajitas etiquetadas sentimientos, saberes, sabores y demás.
Resulta que este es MI BLOG, entonces, ¿es necesario explicar que en un blog uno tiene la posibilidad de poner lo que se le canten las reverendísimas pelotas? ¿Por qué tengo que ser yo la que escriba lo que no sale o no quiero que salga? ¿A qué tanta crítica porque no son textos de mi pluma y papel?
A veces, los ilusos e ignorantes, pretendemos compartir con los allegados (tampoco este es un blog que figure primero entre los buscadores) aquellas cosas que nos conmueven o, simplemente, nos mueven alguito de nuestra simple existencia. Entonces ahí va un Cortázar o un Artaud o un Apollinaire que (ojalá!!!!!!!) jamás descansarán en paz sencillamente porque no es lo que un artista pretende. Mis amigos, Julio y Antonin hacen honor a la cita de mi no tan amigo Federico Nietzche: “Quién escribe sus sentencias con sangre no debe ser leído, sino aprendido de memoria”.
Convengamos que no es tan pretencioso mi objetivo. Ni siquiera yo recitaría “Axolotl” para mis amigos y no tanto. ¡Pero que lindo sería saber que han podido leerlo! ¡Que lindo que descubran que entre la extensa lista de textos transcriptos conviven cuentos al alcance de cualquier bolsillo con textos inéditos que me he tomado el costosísimo trabajo de conseguir para delicia de ustedes y mía!
No se espanten, mis textos, mis opiniones, mis todo lo que me salga irá saliendo con un poco de tiempo, con un poco de ganas de contarles quién es el chico gaviota-gaviota, o la piojita, o el minotopo, o campa, o el stephenwolff, o el pitu, o la leonera, o el señor Héctor Negro, o la señora Norma Cabrera, o los sueños que tuve, o los sueños que acuno, o los muertos de mi felicidad.
Ende mientras (como diría mi vecinito) disfruten, saboreen, exploren con todos los sentidos que tengan despiertos la belleza de “Cox – City”, la indominable risa de “Lucas, sus compras”, la conmovedora “Noche”.
Y no me jodan

viernes, 9 de marzo de 2007

POESÍA PERMUTANTE


ANTES, DESPUÉS

como los juegos al llanto

como la sombra a la columna

el perfume dibuja el jazmín

el amante precede al amor

como la caricia a la mano

el amor sobrevive al amante

pero inevitablemente

aunque no haya huella ni presagio

LAS GRANDES BIOGRAFÍAS DE NUESTRO TIEMPO

« ... el escritor Julio Cortázar, un pequeño-burgués con veleidades castristas ».

Ramiro de Casasbellas, PRIMERA PLANA, junio de 1969


Julio Cortázar
Último Round

LA REVOLUCIÓN NO ES UN JUEGO


Joven amigo: ¿Se siente revolucionario? ¿Cree que la hora se acerca para nuestros pueblos?

En este caso, proceda CON SERIEDAD. La revolución no es un juego. Cese de reir. NO SUEÑE. Sobre todo NO SUEÑE. Soñar no conduce a nada, sólo la reflexión y la seriedad confieren la ponderación necesaria para las acciones duraderas. Niéguese al delirio, a los ideales, a lo imposible. Nadie baja de una sierra con diez machetes locos para acabar con un ejército bien armado: no se deje engañar por informaciones tergiversadas, no le haga caso a Lenin. La revolución será fruto de estudios documentados y de una larga paciencia. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS.

Julio Cortázar
Último Round

El Lenguaje


“Lo que pienso, lo que siento, me impiden llegar al lenguaje. Entre mi pensar y yo, ¿se opone el lenguaje? No. Es mi pensar el que se cruza entre mi lenguaje y yo. Ergo no hay otra salida que izar el lenguaje hasta que alcance la autonomía total. En los grandes poetas, las palabras no llevan consigo el pensamiento; son el pensamiento. Que, claro, ya no es pensamiento, sino verbo”


Julio Cortázar
Diario de Andrés Fava

Lucas, sus compras


En vista de que la Tota le ha pedido que baje a comprar una caja de fósforos, Lucas sale en piyama porque la canícula impera en la metrópoli, y se constituye en el café del gordo Muzzio donde antes de comprar los fósforos decide mandarse un aperital con soda. Va por la mitad de este noble digestivo cuando su amigo Juaréz entra también en piyama y al verlo prorrumpe que tiene a su hermana con la otitís aguda y el boticario no quiere venderle las gotas calmantes porque la receta no aparece y las gotas son una especie de alucinógeno que ya ha electrocutado a más de cuatro hippies del barrio. A vos te conoce bien y te las venderá, vení enseguida, la Rosita se retuerce que no la puedo ni mirar.

Lucas paga, se olvida de comprar los fósforos y va con Juaréz a la farmacia donde el viejo Olivetti dice que no es cosa, que nada, que se vayan a otro lado, y en ese momento su señora sale de la trastienda con una Kodak en la mano y usted, señor Lucas, seguro que sabe como se la carga, estamos de cumpleaños de la nena y dese cuenta justo se nos acaba el rollo, se nos acaba. Es que tengo que llevarle fósforos a la Tota, dice Lucas antes de que Juaréz le pise un pie y Lucas se comida a cargar la Kodak al comprender que el viejo Olivetti le va a retribuir con las gotas ominosas, Juaréz se deshace en gratitud y sale hechando putas mientras la señora agarra a Lucas y lo mete toda contenta en el cumpleaños, no se va a ir sin probar la torta de manteca que hizo doña Luisa, que los cumplas muy felices dice Lucas a la nena que le contesta con un borborigmo a través de la quinta tajada de torta.

Todos cantan el apio verde tuyu y otro brindis con naranjada, pero la señora tiene una cervecita bien helada para el señor Lucas que además va a sacar las fotos porque ahí no tiene mucha cancha, y Lucas atenti al pajarito, esta con flash y esta en el patio porque la nena quiere que también salga el jilguero, quiere.

- Bueno- dice Lucas- yo voy a tener que irme porque resulta que la Tota.

Frase eternamente inconclusa puesto que en la farmacia cunden alaridos y toda clase de instrucciones y contraordenes, Lucas corre a ver y de paso a rajar y se encuentra con el sector masculino de la familia Salinsky y en el medio el viejo Salinsky que se ha caido de la silla y lo traen porque viven al lado y no es cosa de molestar al doctor si no tiene fractura de coxis o algo peor. El petiso Salinsky que es como fierro con Lucas se le agarra del piyama y le dice que el viejo es duro pero que el porlan del patio es peor, razón por la cual no sería de excluir una fractura fatal máxime cuando el viejo se ha puesto verde y nisiquiera atina a frotarse el culo como es su costumbre habitual. Este detalle contradictorio no se le ha escapado al viejo Olivetti que pone a su señora al teléfono y en menos de cuatro minutos hay una ambulancia y dos camilleros, Lucas ayuda a subir al viejo que vaya a saber porque le ha pasado los brazos por el pescuezo ignorando por completo a sus hijos, y cuando Lucas va a bajarse de la ambulancia los camilleros se la cierran en la cara porque estan discutiendo lo de Boca vs River el domingo y no es cosa de distraerse con parentezcos, total que Lucas va a parar al suelo con el arranque supersónico y el viejo Salinsky desde la camilla jodete, pibe, ahora vas a ver como duele.

En el hospital que queda en la otra punta del ovillo Lucas tiene que explicar el fato, pero es algo que lleva su tiempo en un nosocomio y usted es de la familia, no, en realidad yo, pero entonces que, espere que le voy a explicar lo que paso, esta bien pero muestre su documento, es que estoy en piyama, doctor, su piyama tiene dos bolsillos, de acuerdo pero resulta que la Tota, no me va a decir que este viejo se llama Tota, quiero decir que yo tenía que comprarle una caja de fósforas a la Tota y en eso viene Juaréz y. Está bien, suspira el médico, bajale los calzoncillos al viejo, Morgada, usted se puede ir. Me quedo hasta que llegue la familia y me den plata para un taxi, dice Lucas, así no voy a tomar el colectivo. Depende, dice el médico, ahora se usan indumentos de alta fantasía, la moda es tan versátil, hacele una radio de cúbito, Morgada.

Cuando los Salinsky desembocan de un taxi Lucas les da las noticias y el petiso le larga la guita justa pero eso sí le agradece cinco minutos la solidaridad y el compañerismo, de golpe no hay taxis por ninguna parte y Lucas que ya no puede más se larga calle abajo pero es raro andar en piyama fuera del barrio, nunca se le había ocurrido que es como estar en pelotas, para peor nisiquiera un colectivo rasposo hasta que al final el 128 y Lucas parado entre dos chicas que lo miraban estupefactas, después una vieja que desde su asiento le va subiemdo los ojos por las rayas del piyama como para apreciar el grado de decencia de esa vestimenta que poco disimula las protuberancias, Santa Fe y Canning no llegan nunca y con razón porque Lucas ha tomado el colectivo que va a Saavedra entonces bajarse y esperar en una especie de potrero con dos arbolitos y un peine roto, la Tota debe estar como una pantera en un lavarropas una hora y media madre querida y cuando carajo va a venir el colectivo.

A lo mejor ya no viene nunca se dice Lucas con una especie de siniestra iluminación, a lo mejor esto es algo así como el alejamiento de Amotasín, piensa Lucas culto. Casi no ve llegar a la viejita desdentada que se le arrima de a poco para preguntarle si por casualidad no tiene un fósforo.

Julio Cortázar
Un tal Lucas

miércoles, 7 de marzo de 2007

“Me muevo en el contexto de los procesos libertadores de Cuba y Nicaragua, que conozco de cerca; si critico, lo hago por esos procesos, y no contra ellos; aquí se instala la diferencia con la crítica que los rechaza desde su base, aunque no siempre lo reconozca explícitamente.

Frente a esta perspectiva, solo creo en el socialismo como posibilidad humana; pero ese socialismo debe ser un fénix permanente, dejarse atrás a sí mismo en un proceso de renovación y de invención constantes; y eso sólo puede lograrse a través de su propia crítica, de la que estos apuntes son vagos y mínimos fragmentos”

El País, 9 de octubre de 1983

Los amantes


¿Quién los ve andar por la ciudad
si todos están ciegos ?
Ellos se toman de la mano: algo habla
entre sus dedos, lenguas dulces
lamen la húmeda palma, corren por las falanges,
y arriba está la noche llena de ojos.

Son los amantes, su isla flota a la deriva
hacia muertes de césped, hacia puertos
que se abren entre sábanas.
Todo se desordena a través de ellos,
todo encuentra su cifra escamoteada;
pero ellos ni siquiera saben
que mientras ruedan en su amarga arena
hay una pausa en la obra de la nada,
el tigre es un jardín que juega.

Amanece en los carros de basura,
empiezan a salir los ciegos,
el ministerio abre sus puertas.
Los amantes rendidos se miran y se tocan
una vez más antes de oler el día.

Ya están vestidos, ya se van por la calle.
Y es sólo entonces
cuando están muertos, cuando están vestidos,
que la ciudad los recupera hipócrita
y les impone los deberes cotidianos.

Julio Cortázar
Último Round

Poema


Te amo por cejas, por cabello, te dabato en corredores blanquísimos donde se juegan las fuentes de la luz,
Te discuto a cada nombre, te arranco con delicadeza de cicatriz
voy poniéndote en el pelo cenizas de relámapago y cintas que dormían en la lluvia
No quiero que tengas una forma, que seas precisamente lo que viene detrás de tu mano,
porque el agua, considera el agua, y los leones cuando se disuelven en el azúcar de la fébula,
y los gestos, esa arquitectura de la nada,
encendiendo sus lámparas a mitad del encuentro.
Todo mañana es la pizarra donde te invento y te dibujo.
pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco con ese pelo lacio, esa sonrisa.
Busco tu suma, el borde de la copa donde le vino es también la luna y el espejo,
busco esa línea que hace temblar a un hombre en una
galería de museo.

Además te quiero, y hace tiempo y frío.

Julio Cortázar
Último Round

Canada Dry


Sé que me acordaré de un cielo raso
donde las manchas de humedad eran un gato, un número, una mano cortada.

Sé que me acordaré del ruido
de un water en alguna habitación lejana del hotel,
su triste catarata de bolsillo, su inevitable recurrencia.

Chacun ses madeleines, chacun ses Albertines

Serás por siempre imán de imágenes,
las más turbias y vanas me traerás con el gesto
que en la caliente oscuridad del cuarto
era encender los cigarrillos del hartazgo,
ver asomar nuestros desnudos cuerpos flanco a flanco,
Las más pequeñas turbias cosas,
una uña lastimada que te dolía tanto, el triste
rito de ir a lavarte y regresar, las servidumbres.

Tan sólo compartimos los bares y las calles
antes de amarnos contra tres espejos:
¿qué más podría darme tu recuerdo?

Pero yo sé guardar y usar lo triste y lo barato
en el mismo bolsillo donde llevo esta vida
que ilustrará las biografías. Ve, pequeño fantasma,
el baño está ahí al lado,
yo fumaré esperándote
empezaremos otra vez. El cielo raso
dibuja un gato, un número, una mano cortada.

Julio Cortázar
Último Round

Ceremonia recurrente


El animal totémico con sus uñas de luz,
los objetos que junta la oscuridad debajo de la cama,
el ritmo misterioso de tu respiración, la sombra
que tu sudor dibuja en el olfato, el día ya inminentemente.
Entonces me enderezo, todavía batido por las aguas del sueño,
Vuelvo de un continente a medias ciego
donde también estabas tú pero eras otra,
y cuando te consulto con la boca y los dedos, recorro el horizonte de tus flancos
(dulcemente te enojas, quieres seguir durmiendo, me dices bruto y tonto,
te debates riendo, no te dejas tomar pero ya es tarde, un fuego
de piel y de azabache, las figuras del sueño)
el animal totémico a los pies de la hoguera
con sus uñas de luz y sus alas de almizcle.

Y después despertamos y es domingo y febrero.

Julio Cortázar
Último Round

Post-Scriptum, diciembre de 1982


Lector, tal vez ya lo sabes: Julio, el Lobo, termina y ordena solo este libro que fue vivido y escrito por la Osita y por él como un pianista toca una sonata, las manos unidas en una sola búsqueda de ritmo y melodía.
Apenas terminada la expedición, volvimos a nuestra vida militante y partimos una vez más a Nicaragua donde habái y hay tanto para hacer. Carol reanudó allí su trabajo de fotógrafa mientras yo escribía artículos para mostrar en todos los horizontes posibles la verdad y la grandeza de la lucha de ese pequeño pueblo que infatigablemente continúa su viaje hacia la dignidad y la libertad. También allí encontramos felicidad, ya no solos en los paraderos del París-Marsella sino en el contacto diario con mujeres, hombres y niños que miraban como nosotros hacia delante. Allí la Osita empezó a declindar víctima de un mal que creíamos pasajero porque en ella la voluntad de la vida era más fuerte que todos los pronósticos, y yo compartía su coraje como siempre compartí su luz, su sonrisa, su enamorada vivencia del sol, del mar y de la esperanza en un futuro más hermoso. Volvimos a París llenos de planes: terminar el libro, dar sus derechos de autor al pueblo nicaragüense, vivir, vivir todavía más intensamente. Siguieron dos meses que nuestros amigos llenaron de cariño, dos meses en que rodeamos a la Osita de ternura y en que ella nos dio cada día ese valor que nos iba abandonando. La vi emprender su viaje solitario, donde yo no podía ya acompañarla, y el 2 de noviembre se me fue de entre las manos como un hilito de agua, sin aceptar que los demonios dijeran la última palabra, ella que tanto los había desafiado y combatido en estas páginas.
A ella le debo, como le debo lo mejor de mis últimos años, terminar solo este relato. Bien sé, Osita, que habrías hecho lo mismo si me hubiera tocado precederte en la partida, y que tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista.



Los autonautas de la cosmopista o Un viaje atemporal París-Marsella,
Dunlop - Cortázar
Santillana S.A. (Alfaguara)

Fantomas


De cómo el narrador de nuestra fascinante historia salió de su hotel en Bruselas, de las cosas que vio por la calle y de lo que le pasó en la estación de ferrocarril.
La reunión de Bruselas del Tribunal Russell II había terminado a mediodía, y el narrador de nuestra fascinante historia tenía que regresar a su casa de París, donde lo esperaba un trabajo bárbaro, razón por la cual no tenía demasiadas ganas de volver; esto explicaba su tendencia a demorarse en los cafés, mirar a las chicas que paseaban por las plazas y revolotear por todas partes como una mosca en vez de encaminarse a la estación.
Ya tendría tiempo en el tren para reflexionar sobre lo sucedido en esa dura semana de trabajo; por el momento sólo le había interesado cerrar los ojos del pensamiento y dedicarse a no hacer nada, cosa que según él merecía de sobra. Le encantaba la vagancia por una gran ciudad, deteniéndose en las vitrinas, tomándose un café o una cerveza cada tanto en lugares donde la gente hablaba de otras cosas y vivía de otra manera, y sobre todo mirando a las chicas belgas, que como todas las demás chicas de este mundo eran esencialmente mirables y admirables. Fue así como nuestro narrador pasó largas horas derivando, caboteando, orzando y anclando en diferentes lugares de Bruselas, hasta que bruscamente entre dos tragos de una ginebra y la pitada al cigarrillo que se situaba exactamente entre los susodichos tragos, se dio cuenta de algo curioso: la presencia inconfundible de una multitud de latinoamericanos en los lugares más diversos de la ciudad.

Recapitulando (se le iba a ir el tren, pero por otra parte estaba ya a una cuadra de la estación y con un buen sprint llegaría a tiempo) se acordó de los dos dominicanos hablando animadamente en la plaza mayor, del boliviano que le expIicaba a otro cómo comprarse una camisa en un supermercado del centro, de los argentinos que dudaban de la calidad del café antes de animarse con gran palmada en los hombros y entrar en un local de donde acaso saldrían agonizando. Pensó en las chicas (¿colombianas, venezolanas?), cuyo acento lo había decidido a arrimarse lo más posible, sin hablar de las minifaldas que constituían otro poderoso motivo de interés. En resumen, Bruselas parecía sensiblemente colonizada por el continente latinoamericano, detalle que al narrador le pareció extraño y bello al mismo tiempo. Pensó que una semana de trabajo en el Tribunal, donde el español había sido la lengua dominante, lo sensibilizaba demasiado a los fenómenos meramente turísticos; pero a la vez tuvo la impresión de que no era así y que hasta el aire olía a pampas, a sabanas y a selvas, cosa más bien infrecuente en una ciudad tan llena de belgas y cervecerías.

"Exilados, claro", pensó el narrador. "No tiene nada de extraño ni aquí ni en cualquier parte. De Chile, del Uruguay, de Santo Domingo, de Brasil; exilados. De Bolivia, de Colombia, la lista era larga y siempre la misma; exilados. Algunos habrían acudido para asistir a las sesiones del Tribunal Russell, para dar testimonio de persecución y de tortura; otros ya estaban ahí, ganándose la vida como podían o sobreviviendo en un mundo que ni siquiera era hostil, simplemente otro, distante y ajeno. En Munich, en París, en Londres era lo mismo, las voces latinoamericanas, los gestos reconocibles, las sonrisas o los largos, melancólicos silencios. Turismo: la mera palabra era un insulto, una bofetada. Bien se distinguía a los turistas, su manera de vestir y su aire de vacaciones. De todos los que acababa de ver, acaso solamente las dos chicas venezolanas eran turistas; el resto estaba ahí barrido por el odio de lejanos déspotas, haciendo frente a su destino de incierto término. Los exilados, el vago perfume de pampas y sabanas y selvas.
Arrancándose a una tristeza inútil, el narrador franqueó casi supersónicamente la distancia que lo separaba de la estación. El viaje sería largo, y pensó comprar un diario o una revista; vio el kiosco multicolor a la entrada de los andenes, y como faltaban siete minutos para el rápido de París, se abalanzó hacia la posible lectura. No contaba con lo imprevisible, en forma de una señora anteojuda y agazapada en su reducto de papeles impresos, que lo miró severamente y se quedó esperando.
—Señora —dijo estupefacto el narrador después de echar una ojeada al kiosko—, aquí lo único que se ven son publicaciones mexicanas.
—Qué le va a hacer —dijo resignadamente la señora—, hay días en que pasa cualquier cosa.
—Pero es imposible, usted me está engañando y ha escondido los diarios belgas.
—Moi, monsieur?
Sí, señora, aunque las razones de su insólita conducta me parezcan más bien inconcebibles.
—Ah, merde alors —dijo la vieja—, a mí no me venga con reclamaciones, yo vendo lo que el concesionario me pone en los estantes, bastante tengo con las várices y con mi esposo que se pescó la radiactividad por culpa de las merluzas contaminadas, dígame si es vida.
—¿Entonces yo, señora, si quiero enterarme de la marcha de la historia de aquí a París, tengo que zamparme un diario azteca?
—Mire, señor—observó sorpresivamente la vieja—, la historia viene a ser como un bife con papas fritas, uno lo pide en cualquier lado y siempre tiene el mismo sabor.
—De acuerdo, pero...
—Vaya a saber—dijo la señora—, porque ahora que uno lo piensa despacio, eso de los diarios mexicanos viene a ser más bien una tomada de pelo, ¿no le parece?
—Menos mal que usted lo admite —se alegró el narrador— Qué diablos, México no está a dos cuadras de Bélgica, y...
—Seguro —dijo la señora—, esos países quedan por el lado del Asia, es sabido. ¿A usted le parece que en México la merluza está también contaminada?
—Yo la merluza casi no la conozco —confesó el narrador—, el vacuno me invade el menú, qué le va a hacer.
Es una lástima —dijo la señora , porque gratinada y con una coronita de perejil es propiamente regia, sin contar que por la noche uno apaga la luz y fosforece, viera qué hermosura en el medio de la fuente, el médico dirá lo que quiera pero la radiactividad tiene su encanto.
—¿Y yo esta revista tengo que pagársela con águilas mexicanas, señora?
—De ninguna manera, el concesionario no acepta pájaros, aquí estamos en Bélgica y usted me garpa dos francos por esta revista.
—Se me va el tren, señora —dijo agitado el narrador.
—Culpa suya, señor, por no tener cambio. Dos, tres, cuatro, cinco, y este de cinco y otro de cinco que hacen quince, espere que no tengo más monedas, entonces le doy uno, dos, tres, cuatro y cinco, total veinte, merci beaucoup.
—Qué andén será, Dios querido.
—El cuatro, señor, todos los trenes para París salen del cuatro, menos algunos que salen del ocho, y ahora que me acuerdo hay otro por la tarde que...De cómo el narrador alcanzó a tomar el tren in extremis (y a partir de aquí se terminan los títulos de los capítulos, puesto que empiezan numerosas y bellas imágenes para dividir y aliviar la lectura de esta fascinante historia).
Provisto de lectura en la forma que se acaba de explicar, el narrador trepó al expreso de París que ya tomaba velocidad, y después de catorce vagones protuberantes de turistas, hombres de negocios y una excursión completa de japoneses, dio con un compartimiento para seis, donde ya cinco confiaban en que con un poco de suerte tendrían más espacio. Pero plok, el narrador puso la valija en la red y se constituyó del lado del pasillo, no sin prospectar en el asiento de enfrente a una rubia que empezaba por unos zapatitos con plataforma de lanzamiento estratosférico y seguía en sucesivas etapas hasta una cápsula platinada envuelta ya en el humito que precede al cero absoluto en Cabo Kennedy.
O sea que estos ñatos estaban así:



Lo más desagradable era que el cura, la señorita y el señor enarbolaban sendas publicaciones en el idioma nacional, tales como Le Soir, Vedettes Intimes, etcétera, razón por la cual parecía casi idiota abrir una revistita llena de colorinches en cuya tapa un gentleman de capa violeta y máscara blanca se lanzaba de cabeza hacia el lector como para reprocharle tan insensata compra, sin hablar de que en el ángulo inferior derecho había un avisito de la Pepsi Cola. Imposible dejar de advertir por lo demás que la rubia platinada desprendía una ojeada cibernética hacia la revista, seguida de una expresión general entre parece-mentira-a-su-edad y cada-día-se-nos-meten-más-extranjeros-en-el-país, doble deducción que desde luego dificultaría toda intentona colonizadora del narrador cuando empezara a reinar la atmósfera solidaria que nace en los compartimientos de los trenes después del kilómetro noventa. Pero las revistas de tiras cómicas tienen eso, uno las desprecia v demás pero al mismo tiempo empieza a mirarlas y en una de esas, fotonovela o Charlie Brown o Mafalda se te van ganando y entonces FANTOMAS. La amenaza elegante, presenta.

Julio Cortázar
Fantomas contra los Vampiros Multinacionales

Un antikafka más


Me apena confesar que todos mis esfuerzos han fracasado, y que después de años de lucha no he conseguido convertirme en un cocodrilo.

He agotado gota a gota las tentativas más diversas, procediendo con una paciencia de lentas patas y ojos disimulados, asomando apenas sobre el fangoso discurrir del tiempo. Al principio no me parecía demasiado imposible, iba a la orilla del río y abría la boca como si quisiera tragarme el sol. Pasaban las horas, pero el tradicional pajarillo que monda los dientes del cocodrilo no revoloteaba sobre mí. Harto de esperanza inútil me resignaba y me volvía con la cabeza gacha, como jamás hubiera vuelto un cocodrilo.

Llegué incluso a vencer mi horror al agua, esperando que la metamorfosis se cumpliera alguna vez en el elemento natural de los saurios (¡dulce nombre!). No faltarán testigos de mi tesón, enormes escarabajos negros y enloquecidas mariposas tropicales pueden dar crédito de mi ingenio, de mi lenta perseverancia en no ahogarme mientras boca arriba me aguantaba un estúpido desfile de nubes y aviones supersónicos. ¿Quién podría desmentir tanta esperanza activa y obstinada, tantas provocaciones a la rutina genética? Ni siquiera hoy, viejo y cansado, acepto la derrota. Al atardecer me asomo a los cañadones y allí, entre los juncos, acecho el paso de los cervatillos. Quizá si me abalanzara sobre uno de ellos me transformaría inmediatamente en un caimán, ¡ah el crujido de los tiernos huesos entre las multiplicaciones de mis dientes!

Pero ni siquiera hay servatillos, empieza a hacer frío, debo volver a mi nido donde me espera indignada mi esposa; ya se sabe lo que son las lechuzas, su intemperante temperamento, el chirrido de su cólera que exalta los cementerios y echa a andar las cosas muertas, las interminables recriminaciones.

Julio Cortázar
Territorios.

Aserrín Aserrán


Empezaron por quitarle la pipa de la boca.
Los zapatos se los quitó el mismo, apenas el hombre de blanco miró hacia abajo.
Le quitaron la noción del cumpleaños, los fósforos y la corbata, la bandada de palomas en el techo de la casa vecina, Alicia. El disco del teléfono, los pantalones.
Él ayudo a salirse del saco y los pañuelos. Por precaución le quitaron los almohadones de la sala y esa noción de que Ezra Pound no era un gran poeta.
Les entregó voluntariamente los anteojos de ver cerca, los bifocales y los de sol. Los de luna casi no los había usado y ni siquiera los vieron.
Le quitaron el alfabeto y el arroz con pollo, su hermana muerta a los diez años, la guerra de Vietnam y los discos de Earl Hines. Cuando le quitaron lo que faltaba -esas cosas llevan tiempo, pero también se lo habían quitado-, empezó a reírse.
Le quitaron la risa y el hombre de blanco esperó, porque él si tenía todo el tiempo necesario.
Al final pidió pan y no le dieron, pidió queso y le dieron un hueso.
Lo que sigue lo sabe cualquier niño, pregúntenle.

Homenaje al pintor Antonio Saura, "Diez papalotes surtidos diez"
Julio Cortázar
Territorios

Quién es quién en Silvalandia?


A pocos lectores se les ocurriría pedir explicaciones sobre la portada de un libro. En general las portadas están destinadas a dar alguna idea de lo que va a seguir, razón por la cual toda pregunta les hace pensar que no sirven para nada y las ofende muchísimo.
Ah, pero en Silvalandia es diferente. En Silvalandia es muy diferente porque las astutas criaturas que allí habitan pasan gran parte de su tiempo entregadas a la tarea de reírse y toda ocasión les parece buena para revolcarse entre carcajadas de múltiples colores. La primera prueba la proporciona la portada de su libro, en la que dos de ellas se han puesto debajo de los nombres de los Julios, sus cronistas, con la maligna intención de jorobarlos. Fíjese bien antes de entrar en Silvalandia, tenemos el deber de advertírselo: los desprevenidos, los inocentes pensarán que el más alto representa a Silva y el chiquito a Cortázar. ¿Qué se puede hacer contra tanta travesura? Mirar la portada en un espejo restablecería la verdad, pero los espejos son cómplices en Silvalandia y también nuestros nombres se verían invertidos, sin hablar del aspecto vagamente sánscrito que asumirían para regocijo de los causantes de tan complicadas operaciones.
No nos queda más que un recurso, el de rechazar toda semejanza con nuestros supuestos retratos. Admitimos, sin embargo, que el más chico podría hacer pensar en Silva y el otro en Cortázar. Incluso hemos terminado por encontrar un cierto parecido en las actitudes y los gestos, estamos cayendo tristemente en la trampa y los falsos Julios lo saben, como bien lo prueba el azul de satisfacción que los envuelve y esa manera de sonreír contra la que nada es posible, salvo hacer lo mismo. ¿De qué nos valdría enojarnos con las criaturas de Silvalandia? Son formas, colores y movimientos; a veces hablan, pero sobre todo se dejan mirar y se divierten. Son azules y blancas y se divierten. Aceptan sin protesta los nombres y las acciones que les imaginamos, pero viven por su cuenta una vida amarilla, violeta, verde y secreta. Y se divierten.

Concentración en la lectura

Los cuatro bufones del señor de Silvalandia me están mirando. Fingen jugar entre ellos y con el pájaro Emilio, pero sé muy bien que apenas trato de volver a estas líneas ellos me clavan sus ojos implacables y perturban mis bien ganadas recreaciones.
Está visto, con gente así no se puede estar del otro lado. Ahora el pájaro Emilio pasa a manos del bufón del jardín, mientras los otros sonríen como a la espera de que yo me distraiga y entre casi sin saberlo en sus juegos; es evidente que hay lugar de sobra en el palacio, que me acogerán y me enseñarán sus artes y sus funciones; apenas me descuide y deje de concentrarme en lo que leo, en esto que les irrita porque me separa de ellos, puedo precipitarme a la desgracia, fulminantemente absorbido por el embudo de sus ojos.
Ah, pero no pasaré al jardín, no me dejaré atrapar por el rojo bufón de los buzones, por el pequeño hipocampo a quien el señor confía las burbujas y las cerraduras; sobre todo huiré de ti, enorme bufón lengua afuera, encargado del gorro del sueño, de los negocios que exigen elocuencia y mentira. Seguiré leyendo sin distraerme, sabiendo que me están mirando, que el pájaro Emilio se prepara a saltar a mi hombro. Jamás se lo permitiré; nunca seremos cinco en Silvalandia.

Reconciliación tardía

—Soy una esfinge.

—Ja ja.

—Bueno, parezco una esfinge, y además soy malísima.

—Yo soy el hermanito de alguien que usted no conoce, y es mentira que me llame Guillermo.

—?

—Vengo porque en la otra cuadra dicen que usted no parece una esfinge, y que se pone furiosa cuando alguien se lo dice.

—?

—Y otra cosa: ¿Cuál es el animal que por la mañana anda a cuatro patas, a mediodía en dos y al anochecer en tres?

—Bueno, yo solamente ando en una y eso es un buen argumento para negarme a responder a preguntas tan llenas de patas.

—Usted es simpática. Le voy a decir la verdad: me llamo Guillermo.

—Yo soy una esfinge.

—Es increíble cómo nos entendemos, ¿verdad, esfinge?

—Hm.

—No seas mala, vamos a jugar.

—Bueno, pero no me hagas más preguntas, no estoy acostumbrada.

Conciertos desconcertantes

Los adultos y los niños están de acuerdo sobre cualquier cosa en Silvalandia, pero en materia de música tienden a hacerse una idea bastante diferente. Como hasta ahora los adultos parecen ser los únicos en haberse dado cuenta de esto, las cosas siguen adelante sin mayor inconveniente y es así que el Gran Gaitero se instala los jueves en la plaza, asistido por el guacamayo Filiberto que tiene a su cargo el suministro de aire para la gaita.

El hecho de que Filiberto se disfrace de manera tan ingeniosa que pocos llegan a advertir dónde tiene la cabeza y dónde la cola, no cambia la gravedad de ciertas observaciones oculares que los adultos han llevado a cabo y que los consterna considerablemente. Por su parte, armado de la gaita cuadrada que proviene de remotísimos tiempos, el Gran Gaitero toca variadas melodías que los niños corean entusiasmados. En Silvalandia la música es muy simple, y cualquiera puede cantarla utilizando palabras que brotan espontáneamente de los sucesos del día o las lecciones de la escuela. A veces a algún niño se le escapa una mala palabra, que son siempre las más espontáneas, y el Gran Gaitero se queda sin aire durante varios compases porque el guacamayo Filiberto es incapaz de resistir a las convulsiones de risa que tanta espontaneidad le provoca; pero ha habido otros casos en que la afluencia de aire ha sido tan intensa en esas circunstancias, que el Gran Gaitero ha tenido que sacar todos los dedos de los orificios para que la venerable gaita no se convirtiera en un montón de pelusas.

Durante estas amenas recreaciones, la lombriz Corina se dedica a evolucionar con gran vivacidad en torno a los músicos; faltaríamos a la verdad si no dijéramos que es ésta una de las cosas que más preocupan a los adultos, pero no abundaremos en detalles.

Preparativos de salida

Los Ontok llegan tarde a todas partes, aunque eso sí con el pescado Ricardo. Los Ontok estarán llenos de defectos pero hasta ahora no se sabe de ninguna reunión a la cual hayan llegado temprano y sin el pescado. Una cosa hace olvidar la otra, por lo menos en Silvalandia.

Algo que no podrá decirse es que el Ontok no hace todos los esfuerzos posibles para que la familia llegue a tiempo. Se trepa al cochecito donde ya ha instalado a la Ontoka, y con gran determinación le ordena que arranque, mientras el Ontokito presenta el pescado Ricardo como prueba de que todas las disposiciones han sido tomadas por la familia.

—¡Arre, rápido! —grita el Ontok.

—Ftak—, —dice la Ontoka, a la que jamás se le ha oído otra cosa.

—Es lo de siempre, so pretexto de que está dentro del cochecito se niega a propulsarlo —brama el Ontok—. Ahora vamos a llegar tarde, se habrán comido las mejores cosas y nos perderemos las adivinanzas, las luces de bengala y las sillas musicales. ¡Arre, arre!

—Deberíamos apurarnos —dice el Ontokito—, me parece que a Ricardo le empieza a faltar el agua, lo noto levemente crispado.

El Ontok se agita con vehemencia en el pescante, y hasta elogia el sombrero de la Ontoka para animarla, pero ftak, dice la Ontoka; es seguro que llegarán tarde, y para peor en taxi.

Julio Cortázar
Silvalandia

Grave problema argentino:Querido amigo,estimado, o el nombre a secas


Usted se reirá, pero es uno de los problemas argentinos más difíciles de resolver. Dado nuestro carácter (problema central que dejamos por esta vez a los sociólogos) el encabezamiento de las cartas plantea dificultades hasta ahora insuperables. Concretamente, cuando un escritor tiene que escribirle a un colega de quien no es amigo personal, y ha de combinar la cortesía con la verdad, ahí empieza el crujir de plumas. Usted es novelista y tiene que escribirle a otro novelista; usted es poeta, e ídem; usted es cuentista. Toma una hermosa hoja de papel, y pone: "Señor Oscar Frumento, Garabato 1787, Buenos Aires." Deja un buen espacio (las cartas ventiladas son las más elegantes) y se dispone a empezar. No tiene ninguna confianza con Frumento; no es amigo de Frumento; él es novelista y usted también; en realidad usted es mejor novelista que él, pero no cabe duda de que él piensa lo contrario. A un señor que es un colega pero no un amigo no se le puede decir: "Querido Frumento." No se le puede decir por la sencilla razón de que usted no lo quiere a Frumento. Ponerle querido es casi lascivo, en todo caso una mentira que Frumento recibirá con una sonrisa tetánica. La gran solución argentina parece ser, en esos casos, escribir: "Estimado Frumento." Es más distante, más objetivo, prueba un sentimiento cordial y un reconocimiento de valores. Pero si usted le escribe a Frumento para anunciarle que por paquete postal le envía su último libro, y en el libro ha puesto una dedicatoria en la que se habla de admiración (es de lo que más se habla en las dedicatorias), ¿cómo lo va a tratar de estimado en la carta? Estimado es un término que rezuma indiferencia, oficina, balance anual, desalojo, ruptura de relaciones, cuenta del gas, cuota del sastre. Usted piensa desesperadamente en una alternativa y no la encuentra; en la Argentina somos queridos o estimados y sanseacabó. Hubo una época (yo era joven y usaba rancho de paja) en que muchas cartas empezaban directamente después del lugar y la fecha; el otro día encontré una, muy amarillita la pobre, y me pareció un monstruo, una abominación. ¿Cómo le vamos a escribir a Frumento sin identificarlo (Frumento) y luego calificarlo (querido/estimado)? Se comprende que el sistema de mensaje directo haya caído en desuso o quede reservado únicamente para esas cartas que empiezan: "Un canalla como usted, etc.", o "Le day 3 días para abonar el alquiler", cosas así. Más se piensa, menos se ve la posibilidad de una tercera posición entre querido y estimado; de algo hay que tratarlo a Frumento, y lo primero es mucho y lo segundo frigidaire.
Variantes como "apreciado" y "distinguido" quedan descartadas por tilingas y cursis. Si uno lo llama "maestro" a Frumento, es capaz de creer que le está tomando el pelo. Por más vueltas que le demos, se vuelve a caer en querido o estimado. Che, ¿no se podría inventar otra cosa? Los argentinos necesitamos que nos desalmidonen un poco, que nos enseñen a escribir con naturalidad: "Pibe Frumento, gracias por tu último libro", o con afecto: "Ñato, qué novela te mandaste", o con distancia pero sinceramente: "Hermano, con las oportunidades que había en la fruticultura", entradas en materia que concilien la veracidad con la llaneza. Pero será difícil, porque todos nosotros somos o estimados o queridos, y así nos va.


Extraído de "La vuelta al día en ochenta mundos" de Julio Cortázar, publicado en 1967 por Siglo XXI

Noticias para viajeros


Si todo es corazón y rienda suelta
y en las caras hay luz de mediodía,
Si en una selva de armas juegan niños
y cada calle le ganó la vida,

No estás en Asunción ni en Buenos Aires,
No te has equivocado de aeropuerto
No se llama Santiago el fin de etapa
Su nombre es otro que Montevideo.

Viento de libertad fue tu piloto
Y brújula de pueblo te dio el norte,
cuántas manos tendidas esperándote,
cuántas mujeres, cuántos niños y hombres

Al fin alzando juntos el futuro,
Al fin transfigurados en si mismos,
mientras la larga noche de la infamia
se pierde en el desprecio del olvido

La viste desde el aire, ésta es Managua
de pie entre ruinas, bella en sus baldíos,
pobre como las armas combatientes
rica como la sangre de sus hijos

Ya ves, viajero, está su puera abierta,
todo el país es una inmensa casa.
No, no te equivocaste de aeropuerto:
Entra nomás, estás en Nicaragua

Managua, febrero de 1980

Julio Cortázar
Nicaragua, tan violentamente dulce

Las Babas del Diablo


Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda,
usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no
servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me
duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las
nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus
rostros. Qué diablos.

Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina
siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un
modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar
es también una máquina (de otra especie, una Contax 1. 1.2) y a lo mejor
puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella-la mujer
rubia-y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy,
esta Remington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de
doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven.
Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es
que todo esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy
menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo
pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde
gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata
de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna
manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del
comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere
contar algo).

De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a
preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente
por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece
que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en
seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo
hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién
entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo
sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y
contar, porque al fin y al cabo nadie se averguenza de respirar o de ponerse
los zapatos; son cosas, que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro
del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio
roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la
oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo,
siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.

Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera
de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja
cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre
en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar
fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va
a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a
ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está
contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a
veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi
verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas
de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.

Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo
escribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y
empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo
continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso...
Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la
oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar,
quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.

Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a
sus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur LePrince el domingo
7 de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los
bordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés
del tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor
en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho
menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las
viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras
comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos
años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de los
gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena
y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eran
apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor
posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint&endash;Louis
y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me
recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza
cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otro
poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el
sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio, pero
en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente
feliz en la mañana del domingo.

Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar
fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños, pues
exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata
de estar acechando la mentira como cualquier reporter, y atrapar la estúpida
silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de
todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar
atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una
vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con
un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre
como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la
cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no
desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el
tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/25O. Ahora
mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en
el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se
me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir
en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no
soplaba viento.

Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla,
donde la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo
el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que una
pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que
estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y
atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los
guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un
cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforo
al tabaco vi por primera vez al muchachito.

Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su
madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su
madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas
cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las
plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por
qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre,
metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la
otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo
por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo
sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como
si su cuerpo es tuviera al borde de la huida, con teniéndose en un último y
lastimoso decoro.

Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros-y estábamos solos contra el
parapeto, en la punta de la isla-, que al principio el miedo del chico no me
dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese
primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta
de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo
que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse y
mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé
mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que
nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto
que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente , no hay que dejarlo que
declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable
falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y
lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es
más bien difícil.

Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se
entenderá después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo
mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras
injustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi
largo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, y
no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara
blanca y sombría-dos palabras injustas-y dejaba al mundo de pie y
horriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre las
cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. No
describo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fango
verde.

Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes
amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de
derecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes
saliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un
perfil nada tonto- pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche-y
una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un par
de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los
quince, se le adivinaba vestido y alimentado por sus padres, pero sin un
centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes de
decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por las
calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y ver
la última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor con
etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería
almuerzo a las doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscuro
recibimiento y un paragüero de caoba al lado de la puerta) llovería despacio
el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá, de
escribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río para él (pero
sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos en
las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta
francos, la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío
en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa
incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad
parecida al viento y a las calles.

Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía
ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía
hablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes
desflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo,
porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude más
que mirarlos y esperar, mirarlos y...). Resumiendo, el chico estaba inquieto
y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos
minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta
de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso
porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo
vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el
diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle
miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y
hosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácil
porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido
medir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era su
presente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría por
pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y
confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada
burlona que lo seguiría hasta el final. o bien se quedaría, fascinado o
simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a
acariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo
tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá
empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el
brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no
ocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontando
casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincón
de la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.

Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente
jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que
mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera
gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante del
auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el diario o
dormía. Acababa de descubrirlo porque la gente dentro de un auto detenido
casi desaparece , se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le
dan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todo
el tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: como
decir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento, la luz del
sol, esas materias siempre nuevas para la piel y los ojos, y también el
chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármela
de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario
estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de
toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al
muchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era más
alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como
cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo
con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar
más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el
horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio
demasiado gris...

Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé
al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión
que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen
rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible
fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea
de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus últimos
restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales
posibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo),
preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaría
de almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisión
desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le era
nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los
besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían
desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, y
obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo
bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero
quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, no
la dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias
exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un
placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el
arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así,
podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a
la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba
como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para
algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.

Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta
más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no
siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las
claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y
ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a la
rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el árbol,
el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que
los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido
y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y
su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen
química.

Lo podría contar con mucho detalle, pero no vale la pena. La mujer habló de
que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le
entregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen
acento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi
parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de película, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las
buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la
fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos, sino que
cuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decía
gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando
atrás-con sólo no moverse-y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y
echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la
carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en
el aire de la mañana.

Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel
tuvo que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e
imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con
simples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a
cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero gris
estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la
comedia.

Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había
pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la
boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la
boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una
cosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo,
payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojos
metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negros
que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si
el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tan
delgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había
bajado del pretil, no sé bien por qué decidí no darles la foto, negarme a
esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y la mujer se
consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algo
que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a
andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de las
primeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No
se movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que la
mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el
clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.

Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto
piso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del
domingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte&endash;Chapelle eran lo
que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, una
mala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en el techo de
un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y el
adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la
ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como un
afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólo
las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la
instantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la
ampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola
y acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo
frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde
nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la
escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas,
el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas
en una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, corre
como en una cabeza de tormenta). Los dos primeros días acepté lo que había
hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no me pregunté
siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José
Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras
en el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido
pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente
.la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan por
sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la
máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y
entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente. en el punto de
mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta
de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus
encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuando
no encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende
decía en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me
atraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja seca
se había situado admirablemente para valorizar un sector lateral. Entonces
descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquella
mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen colérica de la
mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la
entrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba
satisfecho de mí mismo; mi partida no había sido demasiado brillante, pues
si a los franceses les ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veía
bien por qué había optado por irme sin una acabada demostración de
privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, lo
verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo
(esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba
suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro
entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para
algo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre.
Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en
la isla; Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la
fuerza. En el fondo, aquella foto había sido una buena acción.

No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese
momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la
pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea ésa la condición
de su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol
no me alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redonda. Las
costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación de
ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en
la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unas
hojas secas sobre sus cabezas.

Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé
réside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés-y vi la
mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no
quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina
de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla.
El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden más
y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo,
parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la
catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez
para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa.
El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobre
el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacía
mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba el
auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la
fotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) en
las palabras de la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicaria
de la mujer. Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos,
las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón que
va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso
era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo
que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo
había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no
había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que
entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer
que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para
su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su
gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de
la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a
traerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, el
auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas
demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta
vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía,
ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a
suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan
lejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas
vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía,
ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su
futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación
en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer y ese hombre y ese
niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de
intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir
frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso
enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía
dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente
facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi
humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo
iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio
que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se
armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo
supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el
árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del
pretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como
sorprendida, iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la
cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al
hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los
ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en
ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de
un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y
fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez
en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar
sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda
vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su
paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de
avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y
algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente
estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra,
y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante
aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el
árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a
llorar como un idiota.

Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo
incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas
horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con
alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y
secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba
por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y
luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube,
y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover
sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara,
quizá sale el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las
palomas, a veces, y uno que otro gorrión.

Julio Cortázar