jueves, 28 de febrero de 2008

Casi nunca me acuerdo y por suerte casi nunca me olvido


Te voy a amar toda la vida.

Esta sentencia pareciera cuantificar las declaraciones de amor más profundas. Y es muy cierto que tal vez en el momento de decirlo sea eso lo que realmente uno siente, una suerte de eternización de ese amor o el deseo de que asi sea. Después la historia nos absuelve con terapia y rutinas varias que dan la veña para que lo infinito retorne a su carácter de finito y el universo siga su curso.
Un llanto espamentoso, vómitos, borracheras, ese dolor insoportable a la altura del esternón, drogas y sexo sin ganas coronarán el duelo.
Pero, porqué seguir pensando que lo realmente bueno debe ser para toda la vida? Tanto nos gusta el cuentito del cura con su “hasta que la muerte los separe”? Cuánto valor tiene en nuestra psiquis saber que la abuela estubo casada 50 años?
Y, la verdad, debe de ser mucho de todo eso. Porque lo lindo del amor es, precisamente, todo lo contrario. Es su carácter de atemporal en todos sus aspectos. Esa sensación de sin tiempo que transcurre mientras cebas mates; esa cosa rara de sentir que nos conocemos desde siempre, desde algún otro espacio donde las horas no se pueden contabilizar.

Igual, todo esto no importa. Estoy segura que la próxima vez que me enamore sentiré que será para toda mi vida, que no tiene fin, que no se puede amar más de lo que yo amo.

Y si no quedan opciones, entonces habré de enamorarme lo suficiente para que bien valga el desengaño.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Contigo a la distancia


La distancia entre dos puntos equidistantes es equivalente al infinito aunque se mida en metros, kilómetros o centímetros. Así funcionan las relaciones humanas. Encontrándose y separándose en todo este universo de infinitos puntos, infinitas células, infinitos, aromas, infinitas sensaciones.

Me acuerdo claramente del día del cumpleaños del nene que me gustaba mucho cuando estaba en 2º grado.

Diego Cuchero cumplió 30 años el 17 de noviembre pasado. Jamás me dio pelota. Se burlaba de mí todo el tiempo. Me trataba muy mal porque yo soy profundamente morocha y él era bellísimamente rubio. Un perfecto nene bien de clase media que me hizo llorar de amor por primera vez.

Al mudarme cambié de colegio.

Christian, el más reo, se ganó mi corazón y le di mi primer beso. Más grandota y haciendo pruebas de cómo conquistar a un hombre, dediqué días, meses, años enteros a ayudarlo con las tareas, arreglarle la carpeta, armarle machetes con corazones, inventar travesuras que jamás cumpliría solo para agradarle.

Tarde comprendí que estaba enamorado de la única nena que esgrimía unos incipientes pechos a los 11 años.

Mucho más tarde entendí que nadie me querría por lo que yo fingiera ser sino por lo que soy.

Anda a saber porque mundos andarán Dieguito y Christian.

¿Se acordará Diego de las flores horribles que me esmeraba en dibujar para él? ¿Del pedazo de malvón que arranqué para regalarle? ¿Del beso que le tiré con los ojos llenos de lágrimas el último día que lo vi, antes de mudarme?

¿Christian se acordará de mi cara morada, llena de trompadas por ir a defenderlo; de las pocas monedas que ahorré para mi primer pollera elegida que estrené el día de su cumpleaños, de mi primer carta de amor, del corazón que pegué en el techo encima de su banco, el “Te Amo” que escribí a escondidas detrás de su pupitre?

El infinito que nos separa, mezcla de años y otras yerbas me convence de la veracidad del bolero.

Nunca se puede estar lejos de quienes se han convertido en parte de nuestra alma.