jueves, 19 de marzo de 2009

Circe y los perros

Cuento seleccionado por Editorial Dunken
para su Antología 2008
"Manos que cuentan"



Circe está habituada a levantarse temprano, la jauría de amores a sus pies
no se alimenta sola. Agua y pedazos de carne barata compran el silencio de los
aullidos nocturnos de aquellos que ansían protegerse del frío entre sus brazos,
dormir en un colchón cómodo, servirse de su plato.
Unos minutos se toma para acariciarlos; migajas de placer que los complace,
mentiras de cariño. Y ellos, fieles y amorosos, se pelean con torpeza
por llegar hasta sus piernas y acariciarlas con sus lomos ásperos de soportar
la vida a la intemperie en una ciudad invadida por el otoño.
Pero esa mañana uno de ellos mira a la distancia, con tristeza. Circe lo
observa y piensa “No es más que un cachorro”. Algo en ella se siente distinto,
debe cobijarlo porque es un cachorro con tristeza y frío, sí, es extraño, pero es
tan extraño que él debe ser abrigado. Él.



La duda no es virtud de los dioses y sin pensarlo más, Circe lo cobija pero
el cachorro no responde.
–¿Cómo no te pone feliz mi distinción de entre tantos perros deseosos de
una parte de todo el abrigo que te ofrezco?
El cachorro, sin abandonar su letanía, acomodó la cabeza en su regazo y
suspiró. “Su tristeza es infinita” pensó Circe. Y despacio comenzó a caminar
hacia su casa llevándolo en los brazos, sin mirar atrás, sin oir el coro espantoso
que dejaba su ausencia dónde ya docenas de animales abandonados comenzaban
a herirse por conseguir los últimos pedazos de carne.
Encontró cobijas y mantas. Allí, bajo el calor de su cocina, el cachorro
miraba a su alrededor con sorpresa y desconfianza. Alguna vez había estado
en ese lugar. Quizas en otra vida, cuando hombre, esa mujer tan dulce le habia
dado la espalda de esa misma manera mientras cocinaba esos olores y cantaba.
Esa sensación plácida le era familiar. Se incorporó despacio y comenzó a
recorrer el lugar. Lo conocía. Pero, ¿cómo? La mujer jamás los dejaba pasar el
jardín y era muy estricta con quienes pretendían hacerlo. Los abandonaba a su
suerte lo más lejos posible en el bosque. Y, contrariando la sabiduría popular,
ninguno había logrado regresar.
Circe buscó al cachorro con los ojos y lo descubrió olisqueando la puerta
de su habitación. Sonrió perversa y forzó el recuerdo. Si era cachorro no podía
ser un amante muy lejano. Sin embargo no logró descubrir de cuál de todos se
trataba, aunque era gracioso verlo indefenso y en cuatro patas olfatear aquel
dintel por el cual alguna vez habría de haber entrado, gallardo en su hombría,
seguro de él mismo, ingenuo sin saber su destino después de caer en sus brazos
y sus hechicerías, incapaz de sospechar que finalmente él sería el poseído.
El cachorro golpeó con una pata la puerta de madera, que cedió sin ruidos.
Ella lo siguió desde lejos para no asustarlo. Absorto de tules y colores claros,
perfumes y delicadas sábanas, el cachorro se trepó a la cama y sus ojos comenzaron
a iluminarse. Sin duda, allí había sido feliz. Pero, cuándo? Cómo?

Despacio, la mujer acarició su lomo. Una sensación eléctrica recorrió
su cuerpo. Esas manos eran otras manos, algo estaba repitiéndose. Cerró los
ojos y dejó que la electricidad lo invadiera, lamió suavemente los dedos de la
mujer, la sentía suspirar, esa electricidad comenzaba a compartirse. Los brazos
y el cuello. Los senos y el sexo. Todo era lamido de la misma forma áspera.
El instinto de sentirse dentro de ella fue más fuerte que cualquier dificultad
anatómica.

Circe gimió. El sonido le llegó desde lejos, desde una habitación con una
cama y tules y perfumes donde un joven vaciaba su orgasmo en un sueño
pesado para despertar de él envuelto en pelos, muerto de frío en un jardín
siniestro, rodeado de perros y de lobos, queriendo llorar y escuchando que el
llanto es sólo un aullido, vacío. Sin eco.

No duró más que un instante. El salto hasta el pecho y la mordida profunda,
fatal.
La jauría se alertó del grito seco invadiendo feroz la casa. Alguno habrá
logrado con su pata mover la puerta de madera que cedió sin ruido para mostrar
la sonrisa pálida de Circe, la sangre manchando los tules, la muerte como
único perfume y un cachorro rasgando desesperadamente el pecho de la mujer,
sabiendo que debajo del esternón debía de estar el corazón.

Sin comprender porqué sin embargo allí, no había nada.