miércoles, 7 de marzo de 2007

Quién es quién en Silvalandia?


A pocos lectores se les ocurriría pedir explicaciones sobre la portada de un libro. En general las portadas están destinadas a dar alguna idea de lo que va a seguir, razón por la cual toda pregunta les hace pensar que no sirven para nada y las ofende muchísimo.
Ah, pero en Silvalandia es diferente. En Silvalandia es muy diferente porque las astutas criaturas que allí habitan pasan gran parte de su tiempo entregadas a la tarea de reírse y toda ocasión les parece buena para revolcarse entre carcajadas de múltiples colores. La primera prueba la proporciona la portada de su libro, en la que dos de ellas se han puesto debajo de los nombres de los Julios, sus cronistas, con la maligna intención de jorobarlos. Fíjese bien antes de entrar en Silvalandia, tenemos el deber de advertírselo: los desprevenidos, los inocentes pensarán que el más alto representa a Silva y el chiquito a Cortázar. ¿Qué se puede hacer contra tanta travesura? Mirar la portada en un espejo restablecería la verdad, pero los espejos son cómplices en Silvalandia y también nuestros nombres se verían invertidos, sin hablar del aspecto vagamente sánscrito que asumirían para regocijo de los causantes de tan complicadas operaciones.
No nos queda más que un recurso, el de rechazar toda semejanza con nuestros supuestos retratos. Admitimos, sin embargo, que el más chico podría hacer pensar en Silva y el otro en Cortázar. Incluso hemos terminado por encontrar un cierto parecido en las actitudes y los gestos, estamos cayendo tristemente en la trampa y los falsos Julios lo saben, como bien lo prueba el azul de satisfacción que los envuelve y esa manera de sonreír contra la que nada es posible, salvo hacer lo mismo. ¿De qué nos valdría enojarnos con las criaturas de Silvalandia? Son formas, colores y movimientos; a veces hablan, pero sobre todo se dejan mirar y se divierten. Son azules y blancas y se divierten. Aceptan sin protesta los nombres y las acciones que les imaginamos, pero viven por su cuenta una vida amarilla, violeta, verde y secreta. Y se divierten.

Concentración en la lectura

Los cuatro bufones del señor de Silvalandia me están mirando. Fingen jugar entre ellos y con el pájaro Emilio, pero sé muy bien que apenas trato de volver a estas líneas ellos me clavan sus ojos implacables y perturban mis bien ganadas recreaciones.
Está visto, con gente así no se puede estar del otro lado. Ahora el pájaro Emilio pasa a manos del bufón del jardín, mientras los otros sonríen como a la espera de que yo me distraiga y entre casi sin saberlo en sus juegos; es evidente que hay lugar de sobra en el palacio, que me acogerán y me enseñarán sus artes y sus funciones; apenas me descuide y deje de concentrarme en lo que leo, en esto que les irrita porque me separa de ellos, puedo precipitarme a la desgracia, fulminantemente absorbido por el embudo de sus ojos.
Ah, pero no pasaré al jardín, no me dejaré atrapar por el rojo bufón de los buzones, por el pequeño hipocampo a quien el señor confía las burbujas y las cerraduras; sobre todo huiré de ti, enorme bufón lengua afuera, encargado del gorro del sueño, de los negocios que exigen elocuencia y mentira. Seguiré leyendo sin distraerme, sabiendo que me están mirando, que el pájaro Emilio se prepara a saltar a mi hombro. Jamás se lo permitiré; nunca seremos cinco en Silvalandia.

Reconciliación tardía

—Soy una esfinge.

—Ja ja.

—Bueno, parezco una esfinge, y además soy malísima.

—Yo soy el hermanito de alguien que usted no conoce, y es mentira que me llame Guillermo.

—?

—Vengo porque en la otra cuadra dicen que usted no parece una esfinge, y que se pone furiosa cuando alguien se lo dice.

—?

—Y otra cosa: ¿Cuál es el animal que por la mañana anda a cuatro patas, a mediodía en dos y al anochecer en tres?

—Bueno, yo solamente ando en una y eso es un buen argumento para negarme a responder a preguntas tan llenas de patas.

—Usted es simpática. Le voy a decir la verdad: me llamo Guillermo.

—Yo soy una esfinge.

—Es increíble cómo nos entendemos, ¿verdad, esfinge?

—Hm.

—No seas mala, vamos a jugar.

—Bueno, pero no me hagas más preguntas, no estoy acostumbrada.

Conciertos desconcertantes

Los adultos y los niños están de acuerdo sobre cualquier cosa en Silvalandia, pero en materia de música tienden a hacerse una idea bastante diferente. Como hasta ahora los adultos parecen ser los únicos en haberse dado cuenta de esto, las cosas siguen adelante sin mayor inconveniente y es así que el Gran Gaitero se instala los jueves en la plaza, asistido por el guacamayo Filiberto que tiene a su cargo el suministro de aire para la gaita.

El hecho de que Filiberto se disfrace de manera tan ingeniosa que pocos llegan a advertir dónde tiene la cabeza y dónde la cola, no cambia la gravedad de ciertas observaciones oculares que los adultos han llevado a cabo y que los consterna considerablemente. Por su parte, armado de la gaita cuadrada que proviene de remotísimos tiempos, el Gran Gaitero toca variadas melodías que los niños corean entusiasmados. En Silvalandia la música es muy simple, y cualquiera puede cantarla utilizando palabras que brotan espontáneamente de los sucesos del día o las lecciones de la escuela. A veces a algún niño se le escapa una mala palabra, que son siempre las más espontáneas, y el Gran Gaitero se queda sin aire durante varios compases porque el guacamayo Filiberto es incapaz de resistir a las convulsiones de risa que tanta espontaneidad le provoca; pero ha habido otros casos en que la afluencia de aire ha sido tan intensa en esas circunstancias, que el Gran Gaitero ha tenido que sacar todos los dedos de los orificios para que la venerable gaita no se convirtiera en un montón de pelusas.

Durante estas amenas recreaciones, la lombriz Corina se dedica a evolucionar con gran vivacidad en torno a los músicos; faltaríamos a la verdad si no dijéramos que es ésta una de las cosas que más preocupan a los adultos, pero no abundaremos en detalles.

Preparativos de salida

Los Ontok llegan tarde a todas partes, aunque eso sí con el pescado Ricardo. Los Ontok estarán llenos de defectos pero hasta ahora no se sabe de ninguna reunión a la cual hayan llegado temprano y sin el pescado. Una cosa hace olvidar la otra, por lo menos en Silvalandia.

Algo que no podrá decirse es que el Ontok no hace todos los esfuerzos posibles para que la familia llegue a tiempo. Se trepa al cochecito donde ya ha instalado a la Ontoka, y con gran determinación le ordena que arranque, mientras el Ontokito presenta el pescado Ricardo como prueba de que todas las disposiciones han sido tomadas por la familia.

—¡Arre, rápido! —grita el Ontok.

—Ftak—, —dice la Ontoka, a la que jamás se le ha oído otra cosa.

—Es lo de siempre, so pretexto de que está dentro del cochecito se niega a propulsarlo —brama el Ontok—. Ahora vamos a llegar tarde, se habrán comido las mejores cosas y nos perderemos las adivinanzas, las luces de bengala y las sillas musicales. ¡Arre, arre!

—Deberíamos apurarnos —dice el Ontokito—, me parece que a Ricardo le empieza a faltar el agua, lo noto levemente crispado.

El Ontok se agita con vehemencia en el pescante, y hasta elogia el sombrero de la Ontoka para animarla, pero ftak, dice la Ontoka; es seguro que llegarán tarde, y para peor en taxi.

Julio Cortázar
Silvalandia

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