Uno puede escribir todos los días una crónica del regreso a casa. Sobre todo si ese regreso es del centro al conurbano, paisaje de miles y miles de trabajadores. Siempre recuerdo a los "Cuadernos de Oberdán Rocamora", lectura de una infancia precozmente literaria. Esa intriga que me subyugaba por saber si esos relatos eran posibles o solo la invención de Asís podía darles forma. Algo así me pasa.
El atardecer del centro suele venir acompañado por su danza propia de bocinazos, atropellos y para que ahondar en imágenes si hay un corte de calle. Un piquete legítimo involucrando un despelote vehícular entre los que tratan de volver a descansar su afortunada explotación y los que ya no tienen quien los explote.
La cana, beatífica colaboradora del despelote, por lo general corta siete u ocho cuadras más adelante del corte en sí mismo, como para que quede clarísimo que el infierno y el dante son dos ingenuos.
También corta el Metrobus, cosa que quienes estan en el piquete no hacen. Pero imaginate si la cana se va a perder la oportunidad de demostrar que esta ciudad puede ser un importante quilombo de bondis y autos. Taxis y motos. Peatones de mal humor.
Así que solo resta caminar el sendero del Metrobus en dirección a Retiro, a ver si en algún momento el 100 o el 9 logran recuperar el recorrido.
El Colón estaba ahí. Imponente. Ya era muy tarde y casi como parte de la magia y del azar que nunca nos desamparan, tropezarse con el Colón cuando los ojos buscan al 9, encandila. Enceguece de belleza.
Me crucé a la vereda porque total ya estaba llegando tarde a todos lados. Tiene su ventaja saber que ya nadie te espera. Los que esperaban se aburrieron de hacerlo o se fueron. O resolvieron que la vida continuara igual en mi ausencia.
Por lo tanto, distraerse un rato para observar de cerca al Colón ya no involucraba a nadie más que a mí y a mi cansancio.
Desde la vereda propia es mucho más difícl de apreciar el edificio. Se pierde el sabor de la perspectiva. Semejante construcción se nos cae encima, inconteniblemente.
No reparé hasta unos minutos despúes que el viejito me miraba.
Un "Clocharde", pensé, pintado por Cortázar. Un linyera bien porteño, lejos de París y de Julio. Con olor a mugre, a frazada de diarios y ropa vieja. Ojos color ámbar vidrioso. Amarillo del que esta enfermo o del que tiene hambre. O ambas.
Cómo tenía un pucho prendido, creí primero que iba a manguearme un cigarrillo.
Pasaron los minutos y el mangazo no llegaba. Cuando se incorporó hacia donde yo estaba supuse, resignada, que iba a robarme y casi con ternura recordé que llevaba seis pesos en la billetera y hasta me dió un poco de bronca saber que iba a decepcionarse, y de que forma, cuando la abriera.
Lento se acercó, pero se mantuvo distante y prudente.
Desde unos metros, alzó la vista hacia el teatro y me devolvió la mirada.
Su voz, recién parida para mí. Nacida detrás de sus labios secos, de su boca sin dientes. Su voz me devolvía los dos pies bien a la tierra.
Tan lejos del clocharde, de París y de Rayuela; el viejito miró compasivo al rededor y me dijo:
El atardecer del centro suele venir acompañado por su danza propia de bocinazos, atropellos y para que ahondar en imágenes si hay un corte de calle. Un piquete legítimo involucrando un despelote vehícular entre los que tratan de volver a descansar su afortunada explotación y los que ya no tienen quien los explote.
La cana, beatífica colaboradora del despelote, por lo general corta siete u ocho cuadras más adelante del corte en sí mismo, como para que quede clarísimo que el infierno y el dante son dos ingenuos.
También corta el Metrobus, cosa que quienes estan en el piquete no hacen. Pero imaginate si la cana se va a perder la oportunidad de demostrar que esta ciudad puede ser un importante quilombo de bondis y autos. Taxis y motos. Peatones de mal humor.
Así que solo resta caminar el sendero del Metrobus en dirección a Retiro, a ver si en algún momento el 100 o el 9 logran recuperar el recorrido.
El Colón estaba ahí. Imponente. Ya era muy tarde y casi como parte de la magia y del azar que nunca nos desamparan, tropezarse con el Colón cuando los ojos buscan al 9, encandila. Enceguece de belleza.
Me crucé a la vereda porque total ya estaba llegando tarde a todos lados. Tiene su ventaja saber que ya nadie te espera. Los que esperaban se aburrieron de hacerlo o se fueron. O resolvieron que la vida continuara igual en mi ausencia.
Por lo tanto, distraerse un rato para observar de cerca al Colón ya no involucraba a nadie más que a mí y a mi cansancio.
Desde la vereda propia es mucho más difícl de apreciar el edificio. Se pierde el sabor de la perspectiva. Semejante construcción se nos cae encima, inconteniblemente.
No reparé hasta unos minutos despúes que el viejito me miraba.
Un "Clocharde", pensé, pintado por Cortázar. Un linyera bien porteño, lejos de París y de Julio. Con olor a mugre, a frazada de diarios y ropa vieja. Ojos color ámbar vidrioso. Amarillo del que esta enfermo o del que tiene hambre. O ambas.
Cómo tenía un pucho prendido, creí primero que iba a manguearme un cigarrillo.
Pasaron los minutos y el mangazo no llegaba. Cuando se incorporó hacia donde yo estaba supuse, resignada, que iba a robarme y casi con ternura recordé que llevaba seis pesos en la billetera y hasta me dió un poco de bronca saber que iba a decepcionarse, y de que forma, cuando la abriera.
Lento se acercó, pero se mantuvo distante y prudente.
Desde unos metros, alzó la vista hacia el teatro y me devolvió la mirada.
Su voz, recién parida para mí. Nacida detrás de sus labios secos, de su boca sin dientes. Su voz me devolvía los dos pies bien a la tierra.
Tan lejos del clocharde, de París y de Rayuela; el viejito miró compasivo al rededor y me dijo:
- A vos tampoco te alcanza la guita para entrar, no?
Y nos reímos juntos.