viernes, 15 de noviembre de 2013

La siesta del Fauno


Cuando comienza el calor me da por dormir sin ropa interior o con la menor cantidad de ropa posible. Una impresión de ahogo sobreviene al acostarse entonces una remera por acá, un pantalón por allá. Allá el corpiño, sobre todo y aunque a veces la bombacha. Pero hoy no. Siesta con bombacha y luz tenue. Después de tanto trabajo al fin la siesta.

Cerré los ojos para deslizar los lugares conocidos, las voces que se apagaban, el día que comenzaba a parecer  indiferente. Un poco más tarde sentí que al fin me dormía. Una voz maternal me llamaba por mis dos nombres desde una cocina que ya no existe mientras Radio Rivadavia  informa la hora. Hoy no hay ganas de un inconciente terapéutico y busco las llaves. Están puestas en la puerta, como siempre, si siempre nos queríamos escapar. Pero en las siestas nadie me reta ni me persigue entonces la llave cede, la puerta se abre a un bosque. Un bosque lleno de luz de luna y árboles gigantescos. Me da tanto miedo el Fauno pero no se puede llegar hasta acá sin meterse al bosque. La otra opción podría ser girar y volver pero ya no hay puerta,  no hay casa, no hay Radio Rivadavia. La magia y el flagelo de soñar…

La arboleda se abre paso y yo en ella. Esmeradamente distingo el sonido del río que siempre es el delta. No importa si la geografía ubica allí al Egeo, siempre es el delta. Voy buscando a tientas porque me gustan las siestas pero no soy boluda y de ahí hay que volver en algo. En bote, en nave o en avión de papel. Me reí mucho del avión de papel cuando me doble el tobillo con  alguna rama y me apoye en el árbol sin dejar de observar que estaba en bombacha y que tomaba conciencia que la ropa se había quedado esperando en la silla. Esta bien que este desnuda. Una se merece la brisa de la tarde entre las nalgas de vez en cuando. Pero entonces hay que apurarse y terminar el camino antes que termine la tarde y se enfríe el día y la desnudez nos condene.
La primer mano la sentí en las rodillas. No eras vos. No podías serlo. Era el Fauno. Pero no. Pero sí. Pero no. La mano avanzó hacia mi entre pierna haciendo que mi pecho se agite de temor y de deseo. Una boca que era la tuya busco mi boca. Tu mano ya no era una sino dos y ambas jugaban a correr despacio la humedad derramada en ese pequeño espacio de tela. Gemiste cuando el tacto te indico el calor.
El árbol que nos resguardaba nos resguardó aún más cuando tu sexo brillante busco mis caderas haciéndose lugar entre quejidos y dolores totalmente soportables. Tu mano se dejó caer sobre mis pechos para aprisionarlos con la ternura y la pasión con que se sostienen las libélulas. La lengua hirviendo sembrando con saliva el naranja del atardecer, arrancando soledades, palabras indecentes desde la misma garganta que fue recorriendo. Así, Fauno. Así empezó a llover despacio. Una bandada de pájaros huyó asustada por los gritos de mi primer orgasmo. Ese que inmediatamente decidiste lamer hasta beberlo integro. No ibas a irte después de haberme encontrado. Dejaste que tu sexo jugara con mi boca, con mi pelo. Jugaste a derramarme besos y  estocadas, esperma y fuego. Ese fuego de tus ojos. Tus ojos detrás de otros ojos. Esa luz inconfundible, de flor en el desierto, de Fauno en el bosque.
Y el despertador, por supuesto.

¿Cuánto creías que dura la siesta?

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