Nos obsesionan con el cuerpo. Con la carta de presentación
ante la sociedad. Así de perverso el temita de la delgadez abstraída de razones
clínicas.
Nosotras no tenemos derecho a las tetas caídas, a la celulitis,
a las arrugas o a las canas.
Mucho, pero mucho menos, a la panza.
La panza es la joroba del siglo XXI.
Mujeres panzonas son investibles, indeseables, se les da el
asiento en el colectivo porque ninguna mujer tiene pancita sin estar
embarazada.
Hay un razomiento social hacia la gorda. Por considerarla
resentida. A veces insatisfecha. Los más “simpaticos” tildarlas de “gauchitas”
pretendiendo hacer gala a la fama de dadoras incondicionales de placer sin
pedir nada a cambio.
La sociedad nos expone a la visión como el sentido
definitorio de nuestros gustos. Cuando perderse el tacto es un delito. Y el
paladar merece en si mismo su propio manifiesto.
Las gordas nos hemos vuelto las verdaderas revolucionarias
de la belleza. Hay que poder vestirse como una mina y no como una carpa cuando
es tan difícil encontrar ropa acorde. ¿Por qué no se vendería? No. Porque deberían
aceptar que van perdiendo la batalla. Que hace mucho las mujeres descubrimos
que la sensualidad no se mide en talles sino en fuego mismo. Que no conoce
pechos pequeños ni nalgas blandas. Que arrasa con el órgano sexual verdadero.
El cerebro todo. Los sentidos todos danzando un mismo juego sin balanzas ni
chicas de la tapa de Gente. Sin poses y con ganas de un choripan y una cerveza
fría.
Después de amarnos descaradamente, eso sí