martes, 27 de septiembre de 2016

De los corazones irrompibles















De la lista de brutalidades del fascismo, se alza la ciencia como un géiser de verdades.

La muerte, como tal, como fin de todas las cosas, no es real.

La vida impera en lo inhóspito. Reina en la oscuridad de una fosa común donde el azar lógico empuja a la justicia poética a cumplir su cometido.

El 3 de octubre de 1936, pasaditas las cinco de la tarde, la policia se llevó de su casa a Rafael Martinez Moro, ante la mirada triste de su hijito. Todo el delito de Rafael fue ser el presidente de la Asociación Socialista de Briviesca. Y lo iba a pagar con su vida, como lo hicieron los más de 114,000 desaparecidos que dejó el franquismo en España.

Ochenta años después, un anciano Rafael (hijo) recibe la urna con los restos de su padre, hallados en la fosa común del Monte de Burgos.

El Estado español dio todas las garantías para que Rafael tuviese que esperar ocho décadas para reencontrar su pasado, para completar el camino de esa carita triste que acompañó a papá hasta la puerta, que lo vio marchar con la cabeza en alto, empujado por otros hombres que se parecían más a cualquier cosa que no fuera un hombre.

Pero, como dijimos, la vida impera de formas maravillosas.

Ciento cuatro cuerpos hallados en Burgos, entre ellos el de Rafael, y esa no es la mayor de las noticias.

La sorpresa arqueológica no se limita al reencuentro entre un hijo y los restos de su padre desaparecido, algo que los argentinos sabemos de sobra que en si mismo valdría toda la alegría.

Allí, a pocos metros de la superficie, durante ocho décadas la física y la química pergeñaron el milagro que solo podían construir ellas:

Una mezcla de arcilla, de tiempo, de injusticia, de rabia, de inundaciones en el terreno, de compuestos que ingresaron en los cuerpos fusilados por sus ventanitas hechas de balazos impidiendo que los microbios florezcan en ellos, como manda la naturaleza, para no permitir la completa descomposición de los mismos.

Guardando para la memoria, para la rareza de la ciencia forense, el único caso conocido de saponización de órganos.

Arcilla, agua, tiempo y un delicado ajuste de cuentas con la historia guardaron en ese mar de cuerpitos acunados por la tierra el primer corazón humano preservado en condiciones de ser estudiado.

Un corazón late en Burgos, un imposible corazón que se negó a la muerte.

No fue el único órgano hallado. Cuarenta y cinco cerebros lo acompañaban como resultado del primer hallazgo de estas características en todo el mundo. Cuarenta seis órganos que permiten ser estudiados y reconocidos como pruebas en las causas contra los fusilamientos ocurridos en 1936 en la zona.

Los enterrados se alzan debajo de la tierra con lo mejor del ser humano, su corazón y su mente. Su pasión y la certeza de que el crimen cometido no descansaría en la impunidad.

Ya no como el corazón que acongojó el alma de Poe, sino como respuesta al esfuerzo de las generaciones posteriores que hurgaron en la historia, contra el olvido, hasta encontrarlos.


Como la prueba poderosa y real de que el último latido de la historia no ha sonado todavía.

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