Con Carlos nos conocimos en un curso. Viudo,
cuarentón y padre de un bebote de 5 añitos. Vivían solos desde que su esposa
había fallecido en un hospital de la zona. Virginia, rubia y alegre. Una
neumonía mal curada le robo la breve vida a sus 25 años. El chiquito, Alejo,
era menudo y simpático. Rubiecito como mamá y de ojos verdes como papá Sin dudas padecía mucho la ausencia de su
madre y, a pesar del cuidado de sus tías, buscaba en mí recomponer esa figura. La
ternura de su desamparo y el profundo amor de Carlos fueron una buena razón
para definir la situación y casarnos. La fiesta estuvo increíble, una pequeña
luna de miel llena de cariño y pasión que terminó en siete días; nuestras
obligaciones laborales no nos permitían estar mucho tiempo distanciados de la
realidad. Ambas, responsabilidad y fantasía, parecen no llevarse de la mano en
estos tiempos tan veloces y repletos de presión.
Volvimos a la casa y Alejo nos recibió con
besos y abrazos. Feliz de tener “una verdadera familia” como le gustaba decir a
él. Carlos retomó sus tareas inmediatamente mientras yo pude lograr una
extensión de mi licencia para descansar, hermanarme en mi nuevo espacio y pasar
tiempo con Alejo que parecía necesitarlo.
El primer día, Alejo me ayudó a terminar de
desarmar mis cajas y acomodar un poco de ropa en los placares. La casa era muy
amplia, paredes blancas con fotos y pocos muebles. No fue difícil comenzar a
reorganizar este, mi nuevo hogar. Pegamos pósters y nos fuimos a encargar unos
tarros de pinturas de colores para empañar el blanco pulcro que le daba a los
ambientes una simpleza de clínica.
Jugamos a varios juegos de mesa hasta que
Carlos llegó y cenamos riéndonos de todas las ideas que se nos habían ocurrido
para redecorar. Él estaba tan feliz y cansado, pero sobre todo feliz porque
Alejo sostenía la sonrisa en el rostro y el cenar era cálido y abundante.
Un estallido nos hizo saltar de la mesa.
Carlos se levantó furioso y corrió al living persiguiendo el sonido de lo que
parecía un jarrón roto o algo por el estilo. Alejo y yo nos miramos un poco
asustados, su manito chiquita se apretó a las mías. “Mami…” me dijo y mi miedo
se transformó en ternura. “No pasa nada mi amor, no pasa nada”. Dos minutos y
Carlos no regresaba, quise ir tras él pero la manito de Alejo seguía apretándome
con susto. Decidí consolarlo y esperar a que Carlos resolviera solo la
situación (¿Qué situación? ¿Dónde estaría el jarrón?) así que le sonreí y
empecé una vieja canción de cuna “A ver si adivinan, a ver si adivinan quién es
esta. Ton Tolón Ton Ton…” Un segundo estallido me heló la sangre, busqué en mi
bolsillo el celular para llamar a la policía, pero no estaba. Seguramente había
quedado en la biblioteca pero hasta allí tendría que llegar cruzando el living
y Alejo estaba realmente asustado. Miré por la pequeña ventana pero solo la
noche con su profunda oscuridad estaba dispuesta a mostrarse. Tomé la pequeña
mano de Alejo y empecé a buscar con la vista algún lugar dónde esconderlo. Un
mueble de cocina, con cacharros y fotos viejas era al parecer la única opción
que teníamos. Lo envolví en mi saco y le pedí que se quedara escondido hasta
que Carlos o yo volviéramos a buscarlo. Lloraba en silencio, le besé la frente
y mirándolo a los ojos le prometí que nunca iba a dejar que nada malo le
pasara. Debe haberme creído porque se relajó y entró en el mueble. Cerré la
pequeña puerta y un frío helado me corrió por la nuca. Volteé sigilosamente y
nadie estaba allí. Me acerqué a la puerta entornada y llamé despacio a Carlos.
Nada. Un poco más fuerte. Nada. Grité su nombre. Nada.
Tomé valor y me aventuré por el pasillo que
nos separaba. A oscuras, tanteando las paredes que recordaba blancas, comencé a
caminar llamándolo suavemente. Una mano húmeda me detuvo. Grité o lo intenté
porque ya otra mano me tapaba la boca. Un rayo de luna se filtraba en la
ventana, a lo lejos el ladrido de un perro invadía el silencio. Recuerdo un
perfume acercándose, alguien corrió. Cerré con fuerza y espanto los ojos. La
voz de Carlos me hizo cosquillas en la oreja. “Esto no va a dolerte, nena”.
Solo entonces me desmayé.
Abrí los ojos lentamente, atontada, Alejo
estaba sentado en la punta de mi cama sonriendo. Estiré las manos para
abrazarlo pero mis manos no eran mías. Una tos seca me obligó a sentarme. Un
mechón rubio colgaba de mi frente. El terror me obligaba a gritar, pero
entonces Alejo se acercó con sus ojitos llenos de lágrimas, me abrazó con
fuerza y se acostó en mi pecho. “Yo te extrañaba tanto, mami” me dijo mientras
lloraba.
Yo también, mi amor.
Yo también.
1 comentario:
Me partiste la cabeza, negra, la próxima vez avisá porque me recagaste el desayuno, voy a quedar paranoico todo el día!
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