domingo, 26 de mayo de 2013

La noticia


Te gusta llamarlo casualidad? Habiendo tantas psicólogas en la ciudad, al mes que se muere tu vieja caes en su teléfono donde una señora amable te dicta una dirección. Con la dirección en la mano te das cuenta que caminas el mismo bosque de tu infancia. Este barrio abandonado por tu familia hace casi 30 años, te ve volver cansada, triste, huérfana.
Los lugares se parecen, alguna calle cambió el nombre. Allá esta tu primer escuela y la iglesia, las plazoletas en rotonda con sus diagonales de bosque; dispuestas para que un niño se pierda aún de la mano de su madre.
Y ese es el problema. Porque ya no hay ni madre. Y las calles están llenas de su mano para cruzarlas, de retos o de caramelos. Algún helado. Y las plazoletas, claro.
La tarde caía cuando encontraste el timbre. Una señora amable te recibió y comenzaste la rutina. Una maraña de razones mezcladas en palabras. Saliendo como podían. Tristezas, duelos, orfandad. Sigo siendo una nena y me quede sola, dijiste entre mocos y llanto. Alguien tiene que haber, retruco la terapeuta. Unos primos, algún tío. Alguien que te devuelva un domingo con fideos, la aburrida navidad.
Después, claro, la devolución del llanto. Las razones del duelo. Las bondades de expresar los dolores afectivos. Todo como retumbado en las paredes porque vos pensas solamente en esos tíos, revisando las listas de familiares lejanos que aun estén con vida.
45 minutos después el otoño te devolvió a la soledad. Las calles del regreso estaban nubladas, con olor a viejo, a irrecuperable.
En la segunda plazoleta doblaste mal. Por despistada. Por casualidad. Pero ahí delante estaba la casa de tu tía, la primer mujer del hermano de tu papá. 30 años y reconociste la terraza, la pequeña reja con alambre artístico, la puerta de madera.
La impresión fue tan grande que te temblaron un poquito las piernas, pero encaraste emocionada como el hijo pródigo en busca del abrazo redentor.
La puerta estaba apoyada sin pestillo. Golpeaste despacio. Tímidamente. Nadie había vuelto a visitarla desde que el tío la abandonó por una vecina con la que se fue a Berazategui y tuvo 7 hijos. Alguna vez mi vieja solidariamente la escucho llorar entre mate y mate mientras yo jugaba en ese patio que podía distinguirse desde la ventana entre abierta.
No respondía. Golpeaste un poco más fuerte, pero aún con timidez. Y si la tía estaba enojada? Y si ya no me reconocía? O, lo que era casi lógico, mi necesidad le importaba tres carajos?
-          ¿Quién es? – Una voz anciana y suave respondía desde quién sabe dónde
-          Soy María, la hija de Héctor y Norma
-          ¿Quién?
-          María, la sobrina de Cacho
-          Pasá

Al empujar la puerta el hedor húmedo te obligó a fruncir la nariz, la oscuridad era profunda y una lámpara pequeña iluminaba la cocina. Para llegar hasta ella, una carrera de obstáculos, muebles, ropa, discos de vinilo que pisaste sin querer  y sin disculparte.
La tía descansaba en una silla mecedora. La vida había sido larga y triste para ella. Sus ojitos casi ciegos, con esas nubes dentro de ellos como si la lluvia se le hubiese incorporado. Delgada, deshidratada tal vez. Con las manos hundidas en un ovillito azul de lana fina, hurgando con sus deditos en él. Tal vez fuera su divertimento.
Te acercaste a besarle la cabeza cuando ella alzó la vista y te asustó un poco. Estaba ciega pero te miraba desafiante.
 -          Tía, soy yo 
Te arrodillaste a su lado y ella nunca dejó de seguirte con los ojos. Ibas a llorar cuando acarició tu mejilla. Y entonces, si. Te abalanzaste sobre su falda implorándole cariño, amor maternal, ternura. Nada, nada de eso te lo merecías por haberla dejado sola, pero realmente lo necesitabas tanto. Todos estos años de ausencias, podía contarte las aventuras de una vida agitada pero entonces vos con tus manos viejitas acariciando mi pelo tiernamente. No pasa nada, preciosa. Pero, tía… No pasa nada, chiquita. No expliques nada. Ya lo se todo. Es que no, tía, pasó algo horrible. Lo sé, ayer vino tu mamá a contarme. No, tía, escuchame. No es necesario, chiquita, mamá me contó todo. Ese encargado tuyo en la fábrica que jode mucho, estate tranquila. No creo que mañana te llame más. Tus hijos son preciosos. Se parecen mucho a vos en los ojos. No te vayas, Normita me dijo que te ibas a asustar. Vení, dale un abrazo a la tía.
Saliste casi sin aire cuando la vecina te asistió en la vereda.

María? Sos María? La hija de Norma? Hijita!! Tantos años. Cuánto lamento la muerte de tu tía. Cómo te enteraste? Cómo anda tu mamá? 

sábado, 25 de mayo de 2013

Casi un secreto


No entenderías porqué
se me escapan los besos,
las carcajadas.
Sería casi incomprensible 
en tu sabia estructura
este hedor de noche,
este calor inmerso en los dedos,
esta lengua ardiente de gritos y gemidos
que refrieguen en las comisuras
de los espasmos vecinales,
ese sacrílego momento de deseo.
Sentirán el deseo.
Absorberán el deseo.
Contemplarán el deseo.
Se lamentarán por él,
todas las mañanas,
en la misma panadería,
en el mismo barrio.

domingo, 19 de mayo de 2013

La Yesi


Por todo nombre cuando no su padre le encajaba un “Barbie” ofensivo y cierto. Barbara Yesica la habían bautizado. Y anda a cantarle a Gardel.
La Yesi era borracha, básicamente. No le importaba caminar veinte cuadras para comprar una cerveza a las 4 de la mañana. Se iba sola o acompañada. Impune. Ebria. Delgadísima y con cara de perro malo. Así la conocí y me di cuenta que lo mejor para mi era ser su amiga. No parecía nada bueno lo contrario.
La invité a mi cumpleaños la misma noche que nos conocimos. Y agradeció mi confianza con su amistad, que era el amor en su estado más rudimentario y puro. Un tiempo de abrazos y confesiones nos volvió compinches. Cuándo mi riñón me dejó a pata, ella acompaño mis tardes tristes de hospital llevándome cigarrillos a escondidas de las enfermeras. Ayudándome a caminar hasta prender el pucho y abrazarla con besos, gracias, tos y risotadas. Cuando volví al barrio, ella me esperaba con una silla para que descanse. Y un vasito de cerveza, claro. Las historias de una mamá ausente, de un hermano preso que cuidaba con empeño; llevándole comida y presencia. Sobre todo presencia que era lo que su delgadita persona destilaba.
El amor de su Chu la amparaba de la tristeza. Llena de besos y calor, Yesi era feliz.
Un día se enfermó.
Otro día se murió.
Y su Chu desconcertado se chocaba con los autos volviendo del entierro. Con ojos enormes y tristes. Opacos. Como todo este abrazo vacío. Como yo.

viernes, 17 de mayo de 2013

Ni el poema


No deje nada en vos.

Ni el frio de un otoño que no llega.
Ni las babas de algas que estiraron sus brazos.
Ni la foto tonta escondida en el álbun.
Ni el olor del olivo prendido de tu almohada.
Ni la siniestra mueca del puchero en la despedida.
Ni una canción que te recuerde mi boca.
Ni las anécdotas que llenaran otras mujeres.
Ni una noche con lunas verdaderas.
                                                       Ni el viento te traerá mi nombre.
                                                    No me salva ni el olvido.
Ni la sombra.
                 Ni el poema

viernes, 3 de mayo de 2013

La Madre


Con Carlos nos conocimos en un curso. Viudo, cuarentón y padre de un bebote de 5 añitos. Vivían solos desde que su esposa había fallecido en un hospital de la zona. Virginia, rubia y alegre. Una neumonía mal curada le robo la breve vida a sus 25 años. El chiquito, Alejo, era menudo y simpático. Rubiecito como mamá y de ojos verdes como papá  Sin dudas padecía mucho la ausencia de su madre y, a pesar del cuidado de sus tías, buscaba en mí recomponer esa figura. La ternura de su desamparo y el profundo amor de Carlos fueron una buena razón para definir la situación y casarnos. La fiesta estuvo increíble, una pequeña luna de miel llena de cariño y pasión que terminó en siete días; nuestras obligaciones laborales no nos permitían estar mucho tiempo distanciados de la realidad. Ambas, responsabilidad y fantasía, parecen no llevarse de la mano en estos tiempos tan veloces y repletos de presión.
Volvimos a la casa y Alejo nos recibió con besos y abrazos. Feliz de tener “una verdadera familia” como le gustaba decir a él. Carlos retomó sus tareas inmediatamente mientras yo pude lograr una extensión de mi licencia para descansar, hermanarme en mi nuevo espacio y pasar tiempo con Alejo que parecía necesitarlo.
El primer día, Alejo me ayudó a terminar de desarmar mis cajas y acomodar un poco de ropa en los placares. La casa era muy amplia, paredes blancas con fotos y pocos muebles. No fue difícil comenzar a reorganizar este, mi nuevo hogar. Pegamos pósters y nos fuimos a encargar unos tarros de pinturas de colores para empañar el blanco pulcro que le daba a los ambientes una simpleza de clínica.
Jugamos a varios juegos de mesa hasta que Carlos llegó y cenamos riéndonos de todas las ideas que se nos habían ocurrido para redecorar. Él estaba tan feliz y cansado, pero sobre todo feliz porque Alejo sostenía la sonrisa en el rostro y el cenar era cálido y abundante.
Un estallido nos hizo saltar de la mesa. Carlos se levantó furioso y corrió al living persiguiendo el sonido de lo que parecía un jarrón roto o algo por el estilo. Alejo y yo nos miramos un poco asustados, su manito chiquita se apretó a las mías. “Mami…” me dijo y mi miedo se transformó en ternura. “No pasa nada mi amor, no pasa nada”. Dos minutos y Carlos no regresaba, quise ir tras él pero la manito de Alejo seguía apretándome con susto. Decidí consolarlo y esperar a que Carlos resolviera solo la situación (¿Qué situación? ¿Dónde estaría el jarrón?) así que le sonreí y empecé una vieja canción de cuna “A ver si adivinan, a ver si adivinan quién es esta. Ton Tolón Ton Ton…” Un segundo estallido me heló la sangre, busqué en mi bolsillo el celular para llamar a la policía, pero no estaba. Seguramente había quedado en la biblioteca pero hasta allí tendría que llegar cruzando el living y Alejo estaba realmente asustado. Miré por la pequeña ventana pero solo la noche con su profunda oscuridad estaba dispuesta a mostrarse. Tomé la pequeña mano de Alejo y empecé a buscar con la vista algún lugar dónde esconderlo. Un mueble de cocina, con cacharros y fotos viejas era al parecer la única opción que teníamos. Lo envolví en mi saco y le pedí que se quedara escondido hasta que Carlos o yo volviéramos a buscarlo. Lloraba en silencio, le besé la frente y mirándolo a los ojos le prometí que nunca iba a dejar que nada malo le pasara. Debe haberme creído porque se relajó y entró en el mueble. Cerré la pequeña puerta y un frío helado me corrió por la nuca. Volteé sigilosamente y nadie estaba allí. Me acerqué a la puerta entornada y llamé despacio a Carlos. Nada. Un poco más fuerte. Nada. Grité su nombre. Nada.
Tomé valor y me aventuré por el pasillo que nos separaba. A oscuras, tanteando las paredes que recordaba blancas, comencé a caminar llamándolo suavemente. Una mano húmeda me detuvo. Grité o lo intenté porque ya otra mano me tapaba la boca. Un rayo de luna se filtraba en la ventana, a lo lejos el ladrido de un perro invadía el silencio. Recuerdo un perfume acercándose, alguien corrió. Cerré con fuerza y espanto los ojos. La voz de Carlos me hizo cosquillas en la oreja. “Esto no va a dolerte, nena”. Solo entonces me desmayé.
Abrí los ojos lentamente, atontada, Alejo estaba sentado en la punta de mi cama sonriendo. Estiré las manos para abrazarlo pero mis manos no eran mías. Una tos seca me obligó a sentarme. Un mechón rubio colgaba de mi frente. El terror me obligaba a gritar, pero entonces Alejo se acercó con sus ojitos llenos de lágrimas, me abrazó con fuerza y se acostó en mi pecho. “Yo te extrañaba tanto, mami” me dijo mientras lloraba.
Yo también, mi amor.
Yo también.