Ojalá nada hubiera ocurrido
Las cosas suceden porque
sí. La vida es tan azarosa que es incomparable al laberinto. Dentro de él
existe la salida. Sin embargo la vida, a veces, se queda sin respuestas, con
callejones sin salida que concluyen en otros callejones sin salidas. Sin
preguntas, sin aire.
Yo lo amaba pero no pude
decírselo. Un momento exacto que no fue, que no pudo esperar. El tiempo blando
y sencillo del sofá y tu pecho. Pero el miedo a que te espantaras, la bendita
libertad, la promesa del descompromiso. Y yo tan taza de té tibio, con los ojos
bien abiertos, casi gritando que te amaba. Que eras el siniestro hacedor de mis
sueños dónde te empeñabas en aparecer, el señor enredado en las sábanas
satisfaciendo los secretos de mi cuerpo. Así el amor. Así el silencio.
La película terminaba y
el pocillo se apoyó en su plato. Silencioso. Dormías.
En el colectivo lloré un
poco. Mi tristeza era más fuerte que el pudor. Yo te quería. ¿Por qué me
condenaba a abandonarte? ¿Por qué no me conformaba con lo que querías dar?
Llegué a casa y te llamé solo para escucharte. No atendiste, el sueño por fin
te había ganado después de tantos días mal dormidos. Mañana a la mañana.
Te llamé temprano y te
dejé un mensaje invitándote a almorzar. No respondiste y asumí que estabas enojado.
Sin embargo te esperé en el bar,
inútilmente. Llovía y te llamé desde la calle frente a tu departamento. La luz
de la cocina seguía prendida. Te rogué por mi salud que me dejarás pasar. La
tormenta arreciaba y no había amparo en mi auxilio. Esperé. Un cigarrillo tras
otro buscando el resguardo del frío. La luz seguía indemne en la madrugada. Con
sueño paré un taxi y volví a llamarte. Habrías salido y yo como una pelotuda
mojada hasta el alma que no paraba de llorar. Ni un minuto.
No pude dormir. Me tomé
dos pastillas y te llamé un poco borracha, llorando, pidiéndote una puta
explicación de tu silencio. Una maldita respuesta. Un merecido “Andate a la
mierda” en palabras y no ese silencio indiferente. Plano. Absurdo.
Te insulté, te pedí
perdón y te aseguré que me apostaría frente a tu casa hasta que me dieras el
último beso.
Y me dormí.
Me desperté tarde, más
tarde que de costumbre. Corrí a bañarme y te llamé mientras me cambiaba. Iba a buscarte antes de entrar al
trabajo. Somos adultos. Un café.
El colectivo tardó, te
deje otro mensaje pidiéndote disculpas por estar tan retrasada. La calle estaba
cortada. Me bajé y apuré el paso. El camión de bomberos era enorme. La gente
estaba agolpada en el palier. La mujer del encargado salió gritando a mi encuentro.
¡Dios mío, que desgracia! ¡Manuel, Manuel! ¡Dos días muertos, hija, ahí solo,
pobrecito, Dios mío. Fue el corazón. Dios mío, tan joven! ¡Por qué, Dios,
porqué!
No pude seguir oyendo.
Los oídos se taparon. Me costaba muchísimo poder ver. Tuve que forzar la vista
para distinguir toda esa gente que llevaba una bolsa donde sonaba estúpidamente
tu celular. Una bolsa con forma de Manuel que se llevaba a Manuel.
Apagué el teléfono.
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