miércoles, 21 de noviembre de 2012

Fin de verano


La infancia fue a los tropezones Flecha o Pampero. No llegaba a ser alta. No llegaba a ser flaca. Gabriela era perfecta. No porque fuera mi prima. Pero era sencillamente hermosa. Ella era alta y flaca. No tenía las piernas llenas de moretones de tanto subir al árbol. Ella era educada y nunca, pero nunca miraba a la cara a los camioneros que le halagaban el ir y el venir. A mi me parecía descortés de su parte. Pero era a ella a quien piropeaban. Así que no iba a meterme.
Cuándo iba a visitarla siempre me invitaba helados. Unos cucuruchos enormes de dulce de leche granizado. Pero, como condición, yo tenía que ir a comprarlos sola. Ella me daba la plata envuelta en un papelito y yo tenía que dársela al muchacho de la heladería. Un pibe alto, con cara de torpe y algunos granitos en la frente. Siempre con una sonrisa. Me gustaba. Me daba el helado y anotaba cosas en una servilletita que yo entregaba en manos de mi prima sin ninguna pregunta y sonrisa de cucurucho.
Esa tarde, mis viejos decidieron dejarme a dormir en su casa. En la pieza de la abuela, claro. Pero estaba todo tan perfumado y se sentía tan bien en ese patio lleno de flores y tibieza. Gaby se recostó en la pared y me apoyé en ella. El perfume de su pelo era embriagador. Le acaricié las piernas. Era tan agradable acariciar una pierna recién depilada. Mis pocos bellos me causaban pesadillas, pero para mamá era demasiado chica para depilarme, y debía soportarlos. Gaby no. Gaby se depilaba y sus piernas eran larguísimas y suaves. Se levantó y me invitó un helado. Nos reímos juntas y salimos a los saltos para la heladería. Estábamos felices, abrazándonos y riendo como tontas. El camino pareció más corto.
No estaba el muchacho, en lugar de él un señor panzón me dio el cucurucho sin sonreírme y el vuelto suelto en la mano. Crucé la calle y ahí estaban. Gaby y el heladero se besaban apasionadamente. Tomó su rostro, acarició su cuello. Sus manos fueron buscando los pequeños pechos. Gaby respiró hondo y él comenzó una caricia que recorrió su vientre pequeño, buscando el borde de la minifalda. Corrí hacia ellos. Tiré el helado al piso y comencé a pegarle en la espalda. Sorprendido y aturdido quiso calmar mi  llanto. No. Gaby, no. No. No podía lastimarla. No podía meter la mano en su bombacha. Cuántas veces Gaby me lo había prohibido. Eso no se hace. Eso no se hace

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