"Cuando la hipocresía comienza a ser de muy mala calidad,
es hora de comenzar a decir la verdad."
Bertolt Brecht
Y claro que te convenció.
Era tan difícil que no fuera así. Que abrieras los ojos para ver que una sola persona te había dado su mano incondicionalmente. Defendiéndote con sus puñitos torpes pero certeros. Empujándote a crecer, aunque le doliera verte con alas temblorosas remontar un vuelo indeciso. Orgullosa de tus logros magnificados en sus ojos miopes, felices. No podías creer que alguien te quisiera tanto.
Qué podrías devolverle ahora que ya no te llora, ni te extraña, ni nos pone a elegir la mejor ofrenda ante sus ojos. Con que mano podrías secar sus lágrimas desahuciadas, su gesto triste que comenzaba a resignarse. De alguna forma supo que iba a morirse sin volver a verte. Que Caín iba a cambiarle los pañales, a cuidar de entibiar el té, a tomarle la temperatura y a limpiar su vómito.
De que podría servirme, Abel, continuar con la tragedia y matarte. Tal vez ya estés muerto y te estés distrayendo con chiches nuevos hasta que un día el hedor te provoque náuseas que no te explicaras, que te llevarán a un médico y a otro, a otra juguetería, al fondo de los vasos y los ceniceros preguntándote que huele tan mal. Incapaz pero solo de ver que es tu alma podrida. Podrida, ciega, sorda, muerta.
Pobrecito, Abel.
Se te acabaron las caricias.
Pobrecito, Abel.
Me obligaste con tu abandono a ganarme el cielo.
Y ahora es mío.
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