viernes, 21 de marzo de 2014

1989

Ya habían pasado los saqueos. El barrio estaba calmo, pobre y triste mientras llegaba la navidad. Papá estaba desocupado, otra vez y por lo mismo. No importaban las crisis industriales. Su marco laboral estaba dado por el alcohol. Mientras más ganaba, más bebia. Hasta que un día iba borracho a trabajar y entonces de patitas a la calle. Los chicos aprendemos a naturalizar el entorno y realmente yo no comprendía porque lo echaban. ¿Qué podía tener de malo que estuviese un poco borracho? Al fín y al cabo lo peor de esos momentos era el caudal de chistes malisimos que de pronto parecían acudir a su memoria. Un chiste peor que el otro. Eso no podía ser realmente una causa de despido. Lamentable, pero su patrón no pensaba lo mismo que yo. Sobre todo tal vez porque era patrón. O porque mi viejo portaba un arma reglamentaria con varios litros de vino encima.
Lo cierto es que esa navidad no había para pan dulce. Ni para lucecitas de colores en el árbol. Mamá tomaba el mate con el gesto adusto cuando levantó la vista. Lo miró furiosa y empezó un regaño en voz baja pero dura. A lo lejos, entre la música del Pato Carret escuché como un murmullo

- ...los nenes no pueden quedarse sin regalo de navidad...

Luego un hipo. No podía reconocer el sonido del llanto ahogado. Solo tenía ese cuchicheo como idea fija en la cabeza. Porque entonces este año no habría regalos. Y los pobres pàrece que pudieramos soportar todo un año de miserias y carencias excepto por el 24 de diciembre. Algo tiene que haber en la mesa. Algo tiene que haber en el árbol.
Me quedé concentrada en eso cuando mamá me llamó a escondidas desde su habitación. Sacó su maletín que era algo asi como su objeto preciado. El recuerdo de que alguna vez uso o necesito de un maletín. Lo abrió y me dio un billete que estaba escondido entre unos papeles.

- Andate a la tiendita de Marta y comprate un regalo para vos y otro para tu hermano. No le digas nada a tu padre.

Imperativo. Sali contenta de salir, en verdad. Las pequeñas libertades que nos van entregando esas cuadras que se alejan de casa y nos permiten la fantasía de no volver. ¿Y si no vuelvo nunca más? Y si no vuelvo nunca más mi hermano se queda sin regalo. Sin regalo. Aca lo importante, la manera de saberse redimido de la pobreza es el regalo. Hermanarse con las fiestas. Con el color. Con el yinglebells y Papá Noel. Esta noche seremos iguales a todas las personas del mundo porque encontraremos en nuestro árbol un regalo comprado con el único billete que le quedaba a mamá.



Cuando dieron las doce, mi hermano corrió a la puerta. Un mar de fuegos artificiales cruzaba el cielo de punta a punta. Los colores que no tenían nuestras paredes ni nuestras ropas ahora brillaban sobre nosotros. ¡Qué importa que fuera un segundo! Estaban ahí, iluminandonos las caras mucho más que los faroles que colgaban en las esquinas. Los chicos corrían tomando en sus manos puñaditos de tierra de la calle para tirarlos hacia arriba aunque cayeran
en sus cabezas. Papá se asomó a la vereda con el vaso vacío mientras mamá lavaba calladamente una copa.
Me acerqué al ropero y tomé los regalos a escondidas, como mamá me había enseñado. Los acomodé debajo del árbol y corrí con la noticia. Corrí hasta la vereda y después hasta la esquina.

- ¡Vino Papá Noel! ¡A mi casa vino Papá Noel!

Los pibes se me cagaban de la risa. Las mejillas coloradas de correr gritando. La transpiración se secaba con la brisa refrescando la cara. Seguí corriendo entre las burlas anunciando la llegada de Papá Noel mientras mi hermano lloraba de emoción sentado con los pies en la zanja.
La primera en gritar fue mamá. Papá la siguió y entonces mi hermano sacó las patas del agua podrida para ver cual era el escándalo. Los tres sentados debajo del árbol miraban los regalos casi aterrados. Tantos paquetes con los nombres apenas escritos en forma y tamaño.
No se de que se asombraban. Yo salí a decirles de inmediato que Papá Noel, por fin, había llegado

1 comentario:

Cecilio Morales dijo...

Da ganas de abrazar a esa chiquilina ...