
Como si uno apestara por no callarse la boca, por ir perdiendo el nombre de a poco detrás del apodo impuesto para salvar la vida. Laura tampoco era Laura, porque una noche mientras se amaban beso fuerte su boca y se escapó algo como Susana. Pero él no quiso saber. Hay tiempos en la historia donde saber es la condena y no saber es la muerte. Difícil elección.
Por eso ya no guarda libros. Ni a Laura con su pelo suelto y su sonrisa enorme donde siempre se escondían otros nombres, o esa cita en el bar del que nunca volvió por ir con sus libros.
Por eso ya no guarda nombres. Se preocupa por recordar las caras que refresca noche a noche en el balcón de su nueva casa. Entre algún disco viejo y un vaso de vino. Muchas caras tiene el día y solo el nombre de Laura.
Por eso ya no guarda a Laura. La deja irse arrastrada de los pelos sueltos por algún policía de civil, por alguna avenida que rodeaba al bar de la cita. Ahí donde se abrió su morral y volaron sus libros en la cara de ellos. Como pájaros libres. Como escupiendo la afrenta del estado organizado y asesino. Es el gobierno el asesino. Hay que esconderse del gobierno sin literatura, sin novelarse, sin Laura, sin tantos libros. Sin dejar de denunciar que el asesino es el gobierno. Que a Laura se la llevaron unos señores parecidos a esos que tocan el timbre.
Por eso ya no guarda libros, ni a Laura, ni piensa abrirles la puerta en silencio.
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