Entre la niebla y la oscuridad que su densidad provocaba, busqué a tientas contra la pared alguna puerta en el edificio. Nada. Sus paredes altas, grises, húmedas. Atascando mis manos entre el dibujo de sus ladrillos. Una puerta tiene que existir y ahí parece... un poco más. Si, es el picaporte. Lo giro con cautela y empujo. No hay más que silencio y oscuridad. Unos ventanales rotos dejan pasar la luz de la luna como una antorcha cósmica. Avanzo intentando recordar que es lo que buscaba. Una escalera breve y otra un poco más alta. Pasillos vacíos van perdiendo la luz de la luna detrás de nubes violetas, pesadas, tempestuosas.
Debo apurarme. No sé porqué, pero debo hacerlo. Un empujón al final de la escalera y allí está el pasillo que conduce a la habitación de mamá. Entonces era eso, es muy tarde para la hora de visita. No puedo encontrar a la enfermera, ni a los médicos. Mejor, entonces me echarían. Pero mamá me espera triste, hace tanto que no la veo. Debería peinarla o acomodarle las almohadas pero es tardísimo, el hospital está vacío y arrasado. Ya no hay nadie más que nosotras, aunque no pueda terminar de cruzar el pasillo. Corro, pero el pasillo simula estirarse, elongar sus paredes de plastilina. Cansada me apoyo sobre los vidrios rotos a llorar. No puedo llegar. Soy impotente, cobarde, inútil. Mamá llora, casi puedo oirla. Arrastrando los pies, con las manos sucias, voy avanzando desesperanzada aunque de pronto el pasillo deje de elongar y la habitación 232 se anuncia en un cartel verde ante mis ojos. Ya no llora cuando abro la puerta. Su cama está del otro lado de la habitación y en su lugar una silla pequeña donde mamá sentada con su saco gris, con su carita gris, con su silencio gris, con sus anteojos observando el piso. Quise besarla pero mi papá me lo impidió ofendido y cabrón. A los gritos intenta alejarme de ella y no puedo responder. No puedo decirle que estan muertos. Que me deje abrazar a mamá. Que ya no nos grite. Ella está tan sola y triste. Alzó un poco sus ojos chiquitos para mirarme por encima de mis pies.
- Acostate, hija. Ya está. Descansá.
Papá seguía puteando. Me acomodé en su cama con perfume a suero y antibióticos. La observé un momento más, aunque ya estaba lejos. En alguna cama donde pude por fin cerrar los ojos para descansar.
Y despertar
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