Ella los vio salir.
Pura paranoia, pensó. Y siguió bailando.
Algo en la imágen le resultaba extraño.
El tiempo pegaba arañazos al minutero.
Entonces decidió seguirlos.
No fue dificil encontrarlos, nisiquiera se habian tomado el trabajo de esconderse.
La visión se nubló.
La imágen debía estar distorsionada.
Sin embargo, algo se rompía.
Ese motorcito triste, hijo del capricho, de la malcrianza que reciben las princesas a quienes todo se les da. Pero no, esto no y eso tampoco. Entonces carita de puchero rezumando espuma dulce por la boca. Hinchando los ojazos de agua. Un agua que brotará escandalosamente de un instante a otro. No puede contenerse. El dique de sus párpados se quiebra y allí está la primer gota suicidándose en una mejilla que hierve de rabia. Una tras otra caen sin escrúpulos ni tapujos. Algunas mojan la nariz, otras recorren las comisuras de la boca. Ninguna supera por mucho el cuello, pero son raudas y veloces. Comienzan a crecer a borbotones mientras el recuerdo cumple su perfecta función de angustia, de ausente esperanza. No conocerá el reparo de las caricias, de los besos en la frente, la palabra amable y el abrazo. No podrá encontrar un hombro, un pecho, un cacho de pared dónde apoyar la desilusión y suspirar profundo para ir apagando el llanto. Para aclarar la vista y ratificar la postal.
No lo ha soñado, solo lo ha visto.
Su amiga se besa apasionadamente con su novio.
Es real.
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