Amo el otoño.
La llovizna.
El azul en la tapa de los libros
y ese olor a nuevo en sus hojas.
Al jacarandá en flor arrastrado
por la lluvia.
Un jazmín que regalé
impregnado de mi impronta.
Un barrilete hecho por mis manos
destartalado y pedante
buceando en el cielo.
Un álamo que fue mi casa,
el escondite de mis cucos,
dónde no llega ni papá.
Un cabsha que estaba en mi cuaderno
de sexto grado después de un recreo,
haciendome creer por primera vez
en el amor y en la magia.
Un beso en el Malba.
Ese abrazo interminable
en la Estación Urquiza.
Una caricia a escondidas
en la Plaza de Mayo.
Una paloma arrollada
por el pincel de Picasso.
El perfume del mar
cuando es de noche.
La tentación de apoyar
la mano en Van Gogh
o Xul Solar o Frida Kahlo
y sentir. Sentir su pasión
encriptada.
Las lágrimas vertidas
con La Strada.
Las lágrimas calladas
con Annie Hall.
El arcoiris que vi desde
el balcón del local
con Pablo y Morta
ese día que era tan triste.
Desafiante y presagioso.
Unas manos chiquitas
que me acarician y me retan
como a Frodo trepando
las colinas.
Me obligan a crecer.
A amarlos como a nada.
A agradecer la vida.
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