Nunca confié en el destino. El destino
como presagio de lo que inevitablemente sucederá. La vida se
construye ladrillo a ladrillo y por pura responsabilidad de uno. Sin
el futuro escrito hablé con Carlos y nos citamos para jugar al
ajedrez en el bar de Cid Campeador. Jugar al ajedrez era la seña
para pasarnos documentos. Los conspiradores llevan la imaginación al
poder en pos de salvaguardar sus vidas. Y eramos conspiradores. El
golpe había barrido con una buena parte del activismo. A los amigos
los secuestraban, los torturaban, los escondían vivos o muertos como
el que juega al Lobo está.
Y nunca estaban.
La policía nos seguía pinchando los
teléfonos o apostandose en las puertas de nuestras casas. El terror
de ese estado tembloroso y patético, pálido de pensar que un
conjunto de jóvenes luchadores se alzara con el megáfono azuzando a
los vecinos a comprender que el terror estaba invertido. ¿Porqué
iban a matarnos si no era por miedo?
La junta militar tenía miedo. Y poder.
Y armas. Y hasta curas que le dieran la extrema unción a los
torturados. Una combinación despiadada para proteger el poder de los
que no iban a mancharse con sangre las manos. De los que no iban a
llevarse mujeres pariendo en los patrulleros. A repartirse
electrodomésticos, o viviendas, o niños recién nacidos.
Por eso uno no podía quedarse en la
casa mirando el fútbol y había que salir a pesar de ese primer día
de verano de 1977 con un calor insopostable hasta el Cid Campeador.
Tomar tres colectivos innecesarios, sin sospechar en la paranoia sino
sabiendo que cada día era posible que se acercaran a la esquina de
casa para seguirme. Entonces jugar a cansarlos, a las escondidas, a
la rayuela, al pisa pisuela color de ciruela via via en este pie que
baja del colectivo y camina diez cuadras zigzaguando hasta la puerta
del bar “El destino” y el gesto incómodo de Carlos, la mano que
temblaba un poco cuando le di los documentos y la excusa de siempre
de entrar al bar y pedir un café y entonces sí relajarse poco a
poco, cigarrillo a cigarrillo, gol de River a gol de River.
Poca gente en el bar para ser las siete
de la tarde. Una ventana de madera semi abierta colmaba el espacio de
frenadas y bocinazos en la avenida. Nos sentamos con el miedo casi
superado. Otra vez los perdimos. Nos estaran buscando por Liniers o
Puente Lanoria. El mozo no se acercaba a tomar el pedido. Nos miraba
compasivos desde la barra cuando se abrió la puerta que daba a mis
espaldas.
- Rajá Negrito que es la cana
No lo pensé. No se piensa en nada más
que en volar o darse vuelta y cagarlos a tiros en el centro de la
ciudad. Pero no volamos ni llevamos armas encima, que mierda. Que
mierda no poder volar para arrancarles a Carlos de los brazos, para
cortarles la luz que ya enciende la picana.