Un boxeador “fantasma” y un periodista en transición a lo
fantasmal.
No hay camino más fuerte hacia el desvanecimiento, que la
pérdida del trabajo.
Y este periodista está a punto de saberlo, a menos que
encuentre y le realice un reportaje a
Ruiz, el hombre que peleó con Alí y luego escondió su vida en el pueblito Laguna Profunda,
donde, a pesar de su nombre, ya no hay agua.
Sí hay conejos. Muchos conejos. Tantos conejos que son (casi)
el único alimento del pueblo y moneda de cambio. Parte de un sistema económico
fantástico que incluye sauces que lloran con las lágrimas de una mujer y haikus
escritos en fósforos por un comisario poeta.
La novela de Marcelo Rubio, “Lo que trae la niebla”,
encuentra en la belleza de su construcción poética un delicado ejercicio de
reflexión íntima y simbólica. La posibilidad de lo fantástico es aquí una
necesidad, como lo es el extrañamiento a la poesía.
Lo que se describirá excede la
composición vulgar del lenguaje, precisa ir más hondo en él para contar aquello
que ocurre en el alma de los personajes antes que en las acciones, que no serán más que buenas compañeras de estas
emociones que se sirven en la historia con una sencillez deslumbrante. El encargo de lo imposible es un pájaro asustado.
Por esto mismo, la niebla no es objeto sino personaje.
Puente y pared de agua, camino y angustia, el enigma y la inquietud de la
espera de todo el pueblo por un barco en una laguna seca. La extensión hasta
todos los límites de aquello que se puede llamar esperanza o fe, o locura, pero
que les pertenece en un arraigo profundo, como la vida misma.
“Lo que trae la niebla” es la claridad amable de ver que el
realismo mágico sigue jugando en la plaza de la palabra como un niño feliz. Que
la literatura se da sus medios para reverdecer. Que ésta
generación de escritores defiende la belleza en el tiempo de la crueldad,
porque también es su arma. La defensa de aquello que estamos seguros ocurrirá, aunque nadie más que nosotros sea
capaz de ver el agua.