viernes, 3 de abril de 2009

Maneras de estar solo (o la patada en el culo)

Breve introducción


En verdad, gran parte de los seres humanos sufrimos la soledad. Algunos podrán disfrutarla en un momento, pero necesitamos estar acompañados y eso puede padecerse. Su ausencia o su exceso que es una ausencia dialéctica.

Dar amor y recibirlo nos hace sentir vitales, felices, únicos. Elegidos.

La soledad nos duele como la perfecta antítesis de esto. Es, bien reza el dicho, la paz de los cementerios.

En estos relatos, todo esto sucede a la vez, como en la vida. Son seres solos que están acompañados. He aquí lo perverso.

El abismo que comienza a abrirse paso entre los que se amaron.

Inmortales dioses vueltos vulgares hombres y mujeres.

La ruptura.

El suspiro nauseabundo en las postrimerías de la pasión.

El dolor visceral de una buena patada en el culo.


La patada en el culo I

"Mi ego va a estallar

ahí donde no estas"

Crimen - Gustavo Ceratti


Estaba espléndida y lo sabía. Cada día me preocupaba más por mi ropa o mi maquillaje. Quería lucirme y lo lograba. Me sentía en celo y segura de mi cuerpo, eso que es tan complicado para el sexo femenino. Una cuarentona que despertaba la envidia de cualquier quinceañera.

Así, yéndome a trabajar, subí al colectivo y me senté atrás de todo. Desde ahí podía mirar a los pasajeros, la mayoría obreros. Musculosos y dormidos obreros que llenaban el espacio de una sensual ternura.

De pronto vi que un tipo de la fila de asientos de a uno me miraba fijo. Sostuve su mirada y le dediqué una sonrisa pícara. Esas que no dejan mucho margen a aclaraciones. El morocho volvió a mirar hacia el frente por un segundo, como si temiera ser sorprendido, pero pronto regresó sus ojos hacia mi y comencé a excitarme. Para dejárselo en claro, mojé suavemente mis labios. Él sonrió más.

Ay, ay, ay. El hecho que fuera un extraño me estaba enloqueciendo, estaba dispuesta a darle la mano y meterme en un hotel. Casi como “El último tango en Paris”.

Se incorporó despacio sin dejar de mirarme. Sentí que el corazón me iba a saltar del cuerpo. Se acercó hasta la puerta trasera y tocó el timbre. Decidida a rematar la iniciativa intenté pararme, pero sentí su mano en la rodilla.

Me estremecí.

Se acercó a mi oído, “Qué Dios te bendiga” dijo.

Y se bajó.