sábado, 28 de diciembre de 2013

El Destino

A mi amigo Pedro

Nunca confié en el destino. El destino como presagio de lo que inevitablemente sucederá. La vida se construye ladrillo a ladrillo y por pura responsabilidad de uno. Sin el futuro escrito hablé con Carlos y nos citamos para jugar al ajedrez en el bar de Cid Campeador. Jugar al ajedrez era la seña para pasarnos documentos. Los conspiradores llevan la imaginación al poder en pos de salvaguardar sus vidas. Y eramos conspiradores. El golpe había barrido con una buena parte del activismo. A los amigos los secuestraban, los torturaban, los escondían vivos o muertos como el que juega al Lobo está.
Y nunca estaban.
La policía nos seguía pinchando los teléfonos o apostandose en las puertas de nuestras casas. El terror de ese estado tembloroso y patético, pálido de pensar que un conjunto de jóvenes luchadores se alzara con el megáfono azuzando a los vecinos a comprender que el terror estaba invertido. ¿Porqué iban a matarnos si no era por miedo?
La junta militar tenía miedo. Y poder. Y armas. Y hasta curas que le dieran la extrema unción a los torturados. Una combinación despiadada para proteger el poder de los que no iban a mancharse con sangre las manos. De los que no iban a llevarse mujeres pariendo en los patrulleros. A repartirse electrodomésticos, o viviendas, o niños recién nacidos.
Por eso uno no podía quedarse en la casa mirando el fútbol y había que salir a pesar de ese primer día de verano de 1977 con un calor insopostable hasta el Cid Campeador. Tomar tres colectivos innecesarios, sin sospechar en la paranoia sino sabiendo que cada día era posible que se acercaran a la esquina de casa para seguirme. Entonces jugar a cansarlos, a las escondidas, a la rayuela, al pisa pisuela color de ciruela via via en este pie que baja del colectivo y camina diez cuadras zigzaguando hasta la puerta del bar “El destino” y el gesto incómodo de Carlos, la mano que temblaba un poco cuando le di los documentos y la excusa de siempre de entrar al bar y pedir un café y entonces sí relajarse poco a poco, cigarrillo a cigarrillo, gol de River a gol de River.
Poca gente en el bar para ser las siete de la tarde. Una ventana de madera semi abierta colmaba el espacio de frenadas y bocinazos en la avenida. Nos sentamos con el miedo casi superado. Otra vez los perdimos. Nos estaran buscando por Liniers o Puente Lanoria. El mozo no se acercaba a tomar el pedido. Nos miraba compasivos desde la barra cuando se abrió la puerta que daba a mis espaldas.
- Rajá Negrito que es la cana
No lo pensé. No se piensa en nada más que en volar o darse vuelta y cagarlos a tiros en el centro de la ciudad. Pero no volamos ni llevamos armas encima, que mierda. Que mierda no poder volar para arrancarles a Carlos de los brazos, para cortarles la luz que ya enciende la picana.

Laura

Nunca más compró libros ni los quiso en su casa. Una vez era suficiente para el escarmiento. Porque de sus libros no quedaba nada. Ni de su casa, ni de su Laura. Tampoco los vecinos se acercaban mucho, no querían ni hablarle como si apestara.
Como si uno apestara por no callarse la boca, por ir perdiendo el nombre de a poco detrás del apodo impuesto para salvar la vida. Laura tampoco era Laura, porque una noche mientras se amaban beso fuerte su boca y se escapó algo como Susana.  Pero él no quiso saber. Hay tiempos en la historia donde saber es la condena y no saber es la muerte. Difícil elección.
Por eso ya no guarda libros. Ni a Laura con su pelo suelto y su sonrisa enorme donde siempre se escondían otros nombres, o esa cita en el bar del que nunca volvió por ir con sus libros.
Por eso ya no guarda nombres. Se preocupa por recordar las caras que refresca noche a noche en el balcón de su nueva casa. Entre algún disco viejo y un vaso de vino. Muchas caras tiene el día y  solo el nombre de Laura.
Por eso ya no guarda a Laura. La deja irse arrastrada de los pelos sueltos por algún policía de civil, por alguna avenida que rodeaba al bar de la cita. Ahí donde se abrió su morral y volaron sus libros en la cara de ellos. Como pájaros libres. Como escupiendo la afrenta del estado organizado y asesino. Es el gobierno el asesino. Hay que esconderse del gobierno sin literatura, sin novelarse, sin Laura, sin tantos libros. Sin dejar de denunciar que el asesino es el gobierno. Que a Laura se la llevaron unos señores parecidos a esos que tocan el timbre.
Por eso ya no guarda libros, ni a Laura, ni piensa abrirles la puerta en silencio.